Un minero de la palabra

Con el Nobel de Literatura me sucede lo contrario que con el Planeta: tiendo a fiarme de sus recomendaciones, y pocas veces me han defraudado. Como cualquier otra actividad similar, las decisiones del jurado son opinables y discutibles,  pero en general se las ve impregnadas de rigor y de una ecuánime intención de repartir el galardón por todos los rincones del mundo, de manera que terminan por aportar al lector curioso una amplitud de miras bastante digna.

Así que, cuando le concedieron el Nobel al antillano Dereck Walcott , en 1992, yo, que no había oído hablar de él en la vida, me lancé a lo primero que encontré a mano: una edición bilingüe de Omeros en Anagrama, con una traducción deficiente (por eso no cito a su autor, como suelo hacer).

Omeros no es fácil, pero es deslumbrante. El libro comienza como la Ilíada, con la rivalidad por el amor de una mujer, pero la historia no tiene lugar en la antigua Grecia, sino en una isla antillana, y la mujer no es una princesa sino una criada de raza negra, deseada no por reyes sino por varios pescadores y por un antiguo oficial británico fascinado por la isla. Narrada en unos impecables tercetos, maravillosamente cincelados, uno puede echarle meses a una lectura completa y provechosa del poema, pero son meses bien invertidos.

Después vinieron más cosas. Sobre todo, más poemas, todos los suyos que se han publicado en España, y alguna de sus piezas teatrales, que es el terreno en el que Walcott empezó a moverse y a triunfar.

Aprendí mucho de él. Nacido en una diminuta isla de las Antillas Menores, crecido en Trinidad, descendiente de esclavos, muy influenciado por la cultura británica, profesor y erudito, Dereck Walcott tiene mucho que aportar a cualquiera con algo de curiosidad intelectual, pero de él aprendí, sobre todo (ya me lo habían dicho T.S. Eliot, Aleixandre y alguno más) que escribir poesía, en serio, es un trabajo ímprobo, una dura tarea que exige dedicación y esfuerzo. Un poeta como Walcott es todo lo contrario a estos tuiteros al uso, de los que nuestro actual panorama poético está lleno. Su imagen más bien se corresponde con la de un minero de la palabra, alguien que se adentra en las vetas más hondas del lenguaje para extraer de ellas el lujo del ritmo exacto, de la metáfora necesaria, de la rima precisa.

Dereck Walcott se ha muerto y solo se me ocurre recordarlo con un poema colosal, que en su momento me dejó cuajado.

Negaciones

Un recorte de diario, la invasión a Biafra:
negros cadáveres envueltos en luz solar
tendidos en el brillo blanco que entra en ¿cómo-se-llama la ciudad principal?
Alguien que es blanco
ilumina las noticias detrás de la noticia,
quizás, sus ojos brillan de lástima:
«Los ibos, sabe usted, son como los judíos,
bastante similar a la situación en la Alemania de Hitler,
me refiero al resentimiento de los hausas». Yo trato de entender.

Nunca te conocí, Cristopher Okigbo,
sólo logré verte cuando un actor gritó «¡Las tribus!
¡Las tribus!» Columbro
esos rostros ardientes,
e incendiados de los ibos,
esos tartamudeantes prisioneros de ojos saltones
a merced de un consejo de guerra celebrado en el campo de batalla.

Las sombras con cascos de soldados
podrían haber sido blancas y tuyo
uno de esos cuerpos acariciados por el sol sobre el camino blanco
entrando en escena … Las tribus, las tribus, su vergüenza –
¡Cristo!, esa ciudad principal, ¿cuál será su nombre?

(Traducción de Verónica Zondek)