No conozco de nada al secretario general de Podemos. Creo, hasta donde soy capaz de recordar, que ni siquiera hemos coincidido nunca bajo el mismo techo, por más que fuera en un evento o sarao de los que en Madrid le persiguen a uno como los pulgones a los cerezos. Como tampoco soy televidente asiduo -excepción hecha de las series de culto- no le veo jamás ni en los informativos, ni en los debates, ni en las polémicas infinitas que al parecer -por lo que leo en los periódicos- sostiene a cada momento contra medio mundo.
Tengo mi opinión sobre él, naturalmente, porque es un personaje público con unas características que a nadie pueden dejar indiferente. Pero mi opinión sobre su persona es asunto que a nadie incumbe ni interesa.
Sí puede interesar, y en todo caso es bien sabido por quien me conozca incluso superficialmente, que entre él y yo las diferencias ideológicas son insalvables. Literalmente insalvables. En su visión de la vida, en su análisis de la sociedad y en sus objetivos políticos, no coincido ni en las preposiciones.
Pero hace unos días encontré en algún sitio, por mera casualidad, la referencia a una entrevista que Pablo Iglesias había hecho a Antonio Escohotado en su programa de La Tuerka. Con Escohotado me sucede como con Ferlosio: son los dos únicos intelectuales vivos de los que leo o veo cuanto se me ponga a mano aunque para ello tenga que desplazarme al mismísimo infierno. Y toda vez que La Tuerka no es para mí ni siquiera el purgatorio -sino simplemente un sitio que no frecuento-, no tuve inconveniente en buscar el podcast y prepararme a disfrutar con el maestro.
Porque entre las muchas virtudes que tiene Escohotado es que a él no le arredra ni el medio ni el interlocutor. Da igual que lo entreviste el más torpe de los plumíferos; da igual que lo ensalcen o que lo acorralen; da igual que estén de acuerdo con él o en contra: él sabe lo que quiere decir y lo dice con el mismo tono firme, profesoral y argumentativo de quien sabe de lo que habla y sabe cómo decirlo. De manera que a mí me importaba poco a quién tuviera enfrente porque lo que me interesaban era él y su sabiduría.
Pero voy a lo que voy, porque hoy no se trata de hablar de Escohotado. Mi gran sorpresa fue la calidad del anfitrión. Pablo Iglesias hizo una excelente entrevista, que había preparado con mimo, que condujo con acierto y en la que mantuvo siempre un tono equilibrado y altamente respetuoso, muy lejos de la imagen pública que se ha ido forjando como diputado y como secretario general. Escohotado estuvo excelente, por supuesto, pero también Iglesias, y el resultado es una hora de conversación que recomiendo a los que sostienen que la televisión es un arma del demonio.
Lo malo vino luego. Como la cosa me gustó, salí a las redes sociales a decirlo, que por algo aspira uno a ejercer de influencer. Poca cosa: dije en Twitter lo que aquí llevo dicho -pero más breve, claro, para que me entrara en los 140 caracteres- y se lio: muchos de mis seguidores se enfadaron y me acusaron de incoherente por aplaudir a alguien que se encuentra en mis antípodas. Por el contrario, muchos partidarios de Iglesias y lo que representa me jalearon con sus megustas y sus retuits y algunos de ellos se hicieron seguidores míos.
Esta es la parte que me preocupó: ¿qué sucedería cuándo, un par de tuits después, descubrieran que no soy de los suyos? Lo primero, en cambio, no me importó mucho: perder seguidores necios siempre me satisface.
Así que pensé que a partir de ahora voy a poner más filtros como este.