Supe de la existencia de la Wislawa Szymborska el día en que le concedieron el Nobel. El Premio instituido por don Alfred ha sido denostado, con algo de razón, por causas muy diversas, pero tiene también algunas virtudes. Una de ellas es que de vez en cuando nos descubre a extraordinarios escritores de lenguas y culturas con las que, por las razones que sean, mantenemos una distante relación. En 1996 la sorpresa de la Academia sueca vino de Polonia, un país que en tantas cosas se parece a España y del que tantas cosas nos separan –entre ellas, el intrincado idioma.
No recuerdo qué fue lo primero que leí de Wislawa Szymborska. Wislawa tiene un tono muy estable, un ritmo y un fraseo sostenidos a lo largo de su obra, y eso hace que todo resuene entremezclado y familiar. No recuerdo lo que leí, pero me sonó bien, me sonó fresco y bien escrito, me sonó a esas cosas que a medida que se leen le dibujan a uno como una media sonrisa y le dejan en paz consigo mismo, apaciguado, por más que algunas cosas resulten, objetivamente, bastante duras. Desde entonces, y pese a la imposibilidad de leerla, ni siquiera intuirla, en su idioma original, como ordena Ezra Pound, incluí a esta mujer en el retablo de mis poetas favoritos.
¿Favoritos? Bueno, no, no estoy seguro del todo. Los poetas favoritos son, por definición, los imprescindibles, los que inauguran con su voz y sus metáforas un nuevo modo de entender el mundo, aquellos cuyos versos han jalonado la construcción de la cultura tal y como hoy la conocemos. Imprescindibles son Homero, Catulo, Berceo, Villon, Quevedo, Rimbaud, Eliot, Vallejo… Tipos -me salto algunos, naturalmente- que, si no hubieran existido, si no hubieran escrito, habrían dificultado o atascado el avance del saber humano -occidental, al menos.
Pero, junto a los imprescindibles, están aquellos otros que, sin serlo, nos alegran la vida. Los segundones, podríamos decir. Gentes que, sin llegar a genios, han construido una obra cualificada, grata, interesante. Ocurre en todos los campos del saber humano (¿era Tàpies un segundón de la pintura?, podemos preguntarnos) o en la música, cuya vertiente pop, por ejemplo, está cargada de segundones extraordinarios (¿o era Whitney Houston algo más que una excelente segundona?).
La poesía ha tirado mucho de estas emociones cercanas. Yo tengo una especial querencia por Philip Larkin, aquel oscuro bibliotecario que sentenció con un aplomo admirable que
Es raro no entender cómo marchan las cosas, (…)
y pasar sin embargo la vida en vaguedades;
que cuando comenzamos a morir
no tenemos ni idea de por qué.
En la tradición española, los poetas de lo sencillo, de lo cercano e inmanente han sido legión, seguramente porque resulta más fácil decir que “me quitaron las vegetaciones” (como escribió hace poco una joven promesa de nuestra más reciente lírica) que construir metáforas con palabras nunca dichas. Los poetas de la experiencia, allá por los lejanos ochenta, tejieron algunos versos meritorios a partir de la nada cotidiana, y aún anda por ahí el más importante de ellos, Luis García Montero, impartiendo una doctrina algo gastada y repitiendo aquel endecasílabo (“Tú me llamas, amor; yo cojo un taxi”) que algún crítico tal vez algo indispuesto llegó a considerar el más emblemático de la lengua castellana. Pero antes que los poetas de la experiencia, ya estaban José Agustín Goytisolo y su meritorio prosaísmo, o Jaime Gil de Biedma, verdadero maestro en las artes de convertir en lírica sublime la cotidianeidad más burda. Aunque, si alguien me preguntara con quién me quedo, tendría que volver sobre el que tengo por el mejor poema de amor de la poesía española:
Le comenté:
-Me entusiasman tus ojos.
Y ella dijo:
-¿Te gustan solos o con rímel?
-Grandes,
respondí sin dudar.
Y también sin dudar
me los dejó en un plato y se fue a tientas.
Sí. Wislawa Szymborklska me recuerda mucho a nuestro Ángel González. Esa aparente simplicidad, esa profundísima ironía, esa capacidad para mirar las cosas por el envés y descubrirles las costuras, y aun así amarlas.
Y voy a decir una barbaridad: creo que ni González ni Szymborska figurarán dentro de cien años en la letra grande de las historias de la literatura. Son demasiado simples, demasiado cercanos, demasiado –aparentemente- fáciles. Quedarán relegados a la letra pequeña, allá donde los segundones se dan codazos para encontrar un sitio. Y a lo mejor es justo que así sea porque por encima de ellos deben estar los que han abierto caminos intransitados, los que han tejido la modernidad de cada momento, los que han asumido puestos de vanguardia. Pero, cuando uno quiera un refugio seguro, un rincón confortable de poesía, un sorbo de palabras placenteras y tiernas, con el punto de acidez y dulzura de un cóctel bien mezclado, nombres como estos serán siempre una buena opción.
Inolvidable Wislawa.
Publicado en Vozpópuli entre 2016 y 2017