Hacer campaña

— ¿Qué tomas?

Nora hace un puchero de indecisión y me pregunta:

— ¿Qué me sugieres?

Y yo:

— Vete a saber. No tengo muy claro qué os sienta mejor a los personajes de ficción.

— Tú estás bobo… Anda, pídeme un spritz.

Ha venido hecha un brazo de mar. Unos leggins resueltos, una camiseta sin mangas, leves pendientes dorados, una ligera cadena. Tacones discretos, pero firmes. Y pintada como una puerta.

Lo que es ella en su mismidad.

— Los años no pasan por tí, Nora.

— Ya ves, cariño. Y ni un retoque me he tenido que hacer. Todo natural, como el queso de cabra.

— Vaya comparaciones que te buscas.

Deja de escucharme. Se la ve preocupada.

— Cariño…

Ella siempre me llama cariño, que es el modo de decirme que no le intereso lo más mínimo.

Prosigue:

— Se me están terminando los ahorros.

— Pues a mí no me mires. Tu novela no me ha sacado de pobre.

— No te estoy pidiendo pasta…

— Y trabajo no puedo darte…

Salta como si la hubieran pinchado en el culo.

— ¿Trabajo? ¿Por quién me has tomado?

— ¿Entonces?

— Estoy pensando en volver a la política…

— No puedo decir que me soprenda… Pero no lo tienes fácil. A tu pueblo no puedes volver después de cómo terminó aquello. En el que ahora vives no te conoce nadie. No perteneces a ningún partido, de modo que ninguno te va a meter en sus listas.

— Pero sigo teniendo las mismas armas que tenía antes.

— Y veinte años más.

— … O sea, más sabiduría.

— No sé qué decirte.

— ¿Me ayudarías?

— ¿A qué? ¿A buscarte un hueco?

— A hacer campaña.

— ¿Campaña? ¿Cómo? ¿Dónde?, ¿de qué manera?

Nora se destensa un poco, medio se sonríe, me brinda un mohín.

— Pídeme otro spritz y te cuento.

Lo he pedido, claro, A ver quién le dice que no a Nora.

La historia de Nora se puede leer aquí y cuesta, más o menos, lo que tomarse un vermú. También se puede comprar, en papel o en digital, en la editorial Adarve.

El jueves, en el Ateneo

Llamo a Nora. Es de las pocas personas que todavía coge el teléfono como hacíamos antes.

— Hombre -y se le nota que tiene ganas de vacilarme-, ¿cómo está mi autor favorito? ¿Triunfaste por Málaga?

— Yo no, pero Carlos Zamarriego sí, que era de lo que se trataba.

— ¿Me has traído algo? ¿Un trapo, un detallito?

— Pues va a ser que no, pero prepárate, que el jueves te saco.

— ¿A cenar? ¡Qué detallazo!

— No. A que hables de ti, de lu libro, de política… De las municipales, que se acercan.

— ¡Qué pereza!

— Mano a mano con mi amigo Agustín, que tiene también una novela estupenda y divertida sobre política.

— No nos habrá plagiado.

— Para nada. El prota de su novela es hombre, se trata de política nacional y la época es más actual que la tuya.

— ¿Está bueno?

— ¿Quién?

— El prota.

— Buf, quién sabe. Los personajes literarios sois tan etéreos. Hasta que no os cogen los de Netflix o HBO es difícil decirlo.

— ¿Y Agustín?

— Qué.

— Que si tu amigo está bueno.

— Por Dios, Nora, qué cosas preguntas. Ya lo conocerás y sacarás tú misma tus conclusiones.

— …

— Nora, ¿sigues ahí?

— Sí. Es que estaba pensando… Yo ¿qué tengo que decir?

— Lo que quieras, Nora. Tu vida, tu historia: sobre todo tu etapa de alcaldesa. Cómo llegaste a ello, cómo terminó todo…

— ¿Lo del libro, más o menos?

— Más o menos. Pero no hagas espóiler. Aún tenemos que vender unos cuantos. Y habla también de Agustín, y de Joshua…

— ¿Joshua?, ¿quién es Joshua?

— El personaje de Agustín… Él va a hablar bien de ti…

— ¿Me tengo que leer el libro de tu amigo?

— Bueeeno, yo te puedo hacer un resumen… Con una condición…

— ¿Cuál?

— Que te portes bien… Nos va a presentar Mariano Herrador, un jurista de muchísimo prestigio, que nos acoge en su chiringuito… Y va a moderar la gran Cristina Valera… Va a ir un montón de gente importante. Por favor, no me hagas quedar mal.

— O sea, que no voy a poder…

— ¡No!. ¡Ni se te ocurra!

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Todo en obras

Me escribe Nora un wasap largo y enredado, cargado de faltas de ortografía, que traduzco como puedo.

(Si vierais su wasap os preguntaríais cómo fue capaz de escribir su historia en Todo en orden. Os confesaré un secreto: yo le eché una mano. Pero de eso hablaremos otro día.)

Me dice que vive en un pueblo cerca de Madrid y que baja casi todos los días a la capital.

Un pueblo, a lo que parece, un poco más grande que el que ella gobernó, pero no mucho más.

Y dice que, tanto en su pueblo como en Madrid, todo está patas arriba.

Todo en obras.

«Tú sabes, como yo, -me dice- que esto tiene que ver con las municipales. A ver: para que, cuando la gente vaya a votar, esté todo niquelao».

Y sigue: «Yo también lo hacía, claro. Venga obras un año antes de las municipales».

«No sé si sirven para algo. Porque a mí me parece que, a los vecinos, cuanto menos se les dé el coñazo, mejor»

«Pero es lo que hace todo el mundo. Y yo, además, de cada obra me sacaba un pico… Yo, eh: no digo que los demás lo hagan».

«Es que estoy muy fuera de la política, la verdad, y no sé ya cómo va esto».

«Llámame un día, que a mí lo de escribir me mata, y comentamos».

Ya digo, el wasap va lleno de faltas, de abreviaturas y de emoticones. Pero esto es más o menos lo que he entendido.

Qué mujer.

La historia de Nora se puede leer aquí y cuesta, más o menos, lo que  un vermú con aperitivo. También se puede comprar, en papel o en digital, en la editorial Adarve.

Nora regresa

Nora López, ya sabéis, fue hace años alcaldesa de un pueblecito de trece mil habitantes.

Contó su historia en Todo en orden y me encargó a mí que la moviera.

Su historia. A ver, no exageremos: siete días de su historia. Pero vaya siete días.

Nora estaba entonces en una situación difícil. Muchos líos de todo tipo.

Y, lo más importante: quería ser reelegida costara lo que costara. A cualquier precio.

Ahora no se dedica a la política. En realidad no sé a lo que dedica. Hacía tiempo que no sabía nada de ella. Pero el otro día me mandó un wasap.

Que si nos vemos, decía.

Y yo: pues bueno, pues vale, pues sí.

Hemos quedado.

Me ha adelantado que quiere que hablemos de las municipales, que están ahí a la vuelta de la esquina.

Y yo he pensado que si a Nora se le ha despertado la vena política, esto se puede animar.

Así que me he dicho: Juan, activa tu blog.

Y lo he activado.

Por cierto, la historia de Nora se puede leer aquí y cuesta, más o menos, lo que tomarse un vermú. También se puede comprar, en papel o en digital, en la editorial Adarve

La pasión crítica de Ernesto Castro

Reflexiones sobre «Memorias y libelos del 15M»

Memorias y libelos del 15M es el último libro del joven filósofo y desatado grafómano Ernesto Castro. Tengo razones personales para apreciar a Ernesto desde hace muchos años, pero como conviene no mezclar espinacas con alharacas no voy a desvelarles los entresijos de nuestra relación. Lo cierto es que lo sigo y lo leo desde que empezó a publicar, en una edad muy tierna, y, sin poder afirmar que me lo haya leído todo -no me daría la vida para ello-, sí tengo un conocimiento de su obra podríamos decir que por encima de la media.

Me gustan de Ernesto Castro su curiosidad infinita y su desvergüenza intelectual, que le llevan a adentrarse en todos los terrenos del conocimiento humano -del trap al animalismo; de Aristóteles a Byung-Chul Han-, dispuesto a poner en solfa el pensamiento mainstream con un desparpajo que se despacha poco por nuestros lares. Me gustan menos algunos excesos conceptuales y las prisas de su prosa, que en ocasiones le conducen, y con él al lector, a ciertas oscuridades de dudosa eficacia.

Memorias y libelos del 15M es el libro de Ernesto que más me ha gustado porque tiene mucho de todas sus virtudes y muy poco de sus defectos. Es un libro legible, digerible, serio y divertido, y, por tanto, muy recomendable para todas y todos, les interese o no el 15M, porque, en realidad, del 15M es casi de lo que menos habla.

Ernesto no engaña a nadie, ni siquiera desde el título. Se trata, sensu stricto, de un libro de memorias, (lo que viniendo de alguien que ahora mismo tiene 31 años, da un pista de las esperanzas que podemos depositar en este hombre en lo que a producción memorialística se refiere) en el que emplea un mecanismo narrativo muy sugerente: sitúa el eje de la acción en torno a los sucesos ocurridos en la Puerta del Sol de Madrid a lo largo del mes de mayo de 2011 (lo que en la historiografía oficial y emocional de todos ha pasado a denominarse el 15M), pero en torno a ese eje narrativo Ernesto avanza y retrocede, se va de un lado para otro, nos cuenta su vida y la de sus amig@s y opina sobre todo cuando se mueve, e incluso sobre cosas que no.

Rabiosamente moderno

El género memorialístico tiene algunas ventajas innegables para quien lo cultiva: no exige los esfuerzos técnicos de la ficción -que tiene que hacer creíbles asuntos difíciles de creer-, ni el rigor intelectual del ensayo, que requiere de un cierto despliegue de aparato teórico. En las memorias uno dice lo que quiere, cuenta lo que le parece, desarrolla lo que le va bien y se salta lo que no encaja en su proyecto. ¿Riesgos? Los hay, claro, el más importante de los cuales es que al lector potencial no le importe nada de lo que le sucede al protagonista-narrador y termine por arrojar el libro a lo más recóndito de su disco duro.

Ernesto solventa bien el escollo: maneja la historia con buen ritmo narrativo, jalona los capítulos con sobradas dosis de sexo, droga y rocanrol, salpimienta el relato con provocaciones diversas e introduce algo que no es fácil de encontrar en el resto de su obra: mucho sentido del humor.

Con esos ingredientes sería suficiente para asomarse a la particular visión del autor sobre el 15M en particular y sobre la vida en general, pero en mi opinión hay algo que va mucho más allá y que lo convierte en un libro particularmente sugerente. Me refiero a la pasión crítica que exuda la obra desde la primera hasta la última página. Pasión crítica -me lo han oído mucho quienes me conocen- en el sentido que dota Octavio Paz a la expresión: la capacidad de poner en duda todo cuanto le rodea a uno, incluido uno mismo y el lenguaje (¡pobres académicos desnortados, qué soponcios con las licencias que se permite este hombre!). Desde esta concepción rabiosamente moderna, lo de menos es que el libro de Castro sea honesto, riguroso o certero, por derramar epítetos obligados de las reseñas bibliográficas. Lo importante es que es un libro que interpela, que nos sitúa ante una etapa de nuestra historia reciente y que nos hace transitar en ella por un terreno escabroso en el que no es fácil hacer pie y no hay donde agarrarse.

Todos los que vivimos aquellos años deberíamos leer este libro para desenmascarar y desenmascararnos. Y los que no, con más razón, porque les permitirá transitar por ellos bien alejados de los tópicos al uso.

Cómo nació Nora

Nora López, la protagonista de Todo en orden, es un personaje de ficción.

Puede parecer una obviedad afirmar tal cosa, pero tiene su importancia. La relación entre Nora y yo es la misma -salvando las distancias- que la que hay entre Flaubert y la señora Bovary: Nora López soy yo. Todo en ella es puro despeñamiento de mi imaginación y estoy convencido de que no hay alcaldesa de este país que es España que se sienta reflejada en ella.

O sea que, por ahí, nadie me va poder demandar.

En qué momento nació y por qué, quién sabe. Debió ser allá por el año dieciocho, cuando la pandemia no aparecía ni en las previsiones más agoreras, y nos prometíamos unos años razonablemente felices a base de endeudamiento infinito y patada para adelante -o sea, como siempre, como ahora.

Yo estaba cabreado. Me pasa con frecuencia. Cabreado con la vida, con la política, con las instituciones, pero cabreado especialmente con la literatura tramposa con la que nos inundan las editoriales mainstream para hacernos creer que leyendo lo que ellas publican se entiende mejor la realidad.

Es mentira, naturalmente, siempre ha sido mentira, pero lo es más en estos tiempos en los que la novela negra se ha convertido en el gran referente de la cultura prescindible de la clase media.

La novela negra -no confundir con la muy respetable novela policial británica de doña Agatha Christie y de sir Arthur Conan Doyle- nació en los primeros decenios del siglo pasado, como respuesta comercial, emocional y estética a los duros años de la Gran Depresión. Pero por arte de birlibirloque, unos y otros la han convertido en la lectura cómoda y evanescente de quien novelas porque fumar porros les sienta mal.

No me voy a parar ahora en esto. Lo que quiero decir es que la novela negra de ahora no me interesa en absoluto.

Nora López es Nick Corey

Adonde yo quiero llegar es a Jim Thompson. Jim Thompson es mi ídolo. Uno de esos escritores admirables y únicos, en los que vida y literatura se entremezclan sin que resulte fácil deslindarlas.

Como Homero, un poner.

Jim Thompson publicó unas treinta novelas y yo me las leí todas -todas las traducidas, porque su inglés no está a mi alcance- cuando buena parte de mi tiempo lo desperdiciaba en leer novela negra en lugar de labrarme un futuro en alguna prestigiosa escuela de negocios. Me vi también todas las películas que se rodaron a costa de sus historias.

Hace años que no vuelvo sobre las obras de Jim Thompson. Con una excepción: 1.280 almas, una novela que releo al menos una vez al año, junto con la Iliada y con alguna de las cosas de Sciascia.

1.280 almas es una novela prodigiosa, porque en muy pocas páginas, y en eso le gana a Homero, condensa el más despiadado, irónico y verídico retrato de la humanidad.

Como un tríptico de El Bosco, como si dijéramos.

Con un protagonista narrador -Nick Corey- que tiene todo lo que hay que tener en esta vida para triunfar: cinismo, inteligencia y una absoluta amoralidad. Nick Corey se quedó en sheriff de una pequeña localidad del sur de los Estados Unidos porque era muy vago. Con un poco más de laboriosidad hubiera llegado lejos: no me hagan decir a qué.

Total, que yo allá por el año 18 estaba cabreado y necesitaba algo más que leer 1.280 almas para canalizar mi cabreo. Necesitaba escribirla. Plagiar descaradamente a Jim Thompson y poner en un castellano equivalente su descalabrado inglés.

Me puse a retratar a Nick Corey. Y así nació Nora. Nora López soy yo, pero también Jim Thompson.

Ya les iré contando.

La amnesia como delito


Uno de los libros más sobrecogedores que he leído este año (fue hace unos meses: antes de que empezara todo) es el titulado Los amnésicos. Historia de una familia europea, de la periodista francoalemana Géraldine Schwarz. Se trata de un documentado reportaje, a lo largo de toda la historia europea, desde el surgimiento del nazismo, en los años treinta del pasado siglo hasta prácticamente nuestros días. (Y cuando escribo historia europea me refiero, ay, a una Europa sin España, porque España en Europa es prácticamente una parvenue y a punto está de desaparecer de nuevo).

El libro arranca de la indagación personal de la periodista en la rama alemana de su familia y en la pregunta, un poco circunstancial y anodina, de cómo y cuándo había conseguido su abuelo enriquecerse. Esa indagación la llevó a descubrir el colaboracionismo de su familia con los nazis, pero, más allá de la anécdota personal, y adentrándose en un desgarrador viaje por toda Europa, la comprobación documentada de que el colaboracionismo fue generalizado en todos los países importantes de Europa (en Alemania, claro, pero en Austria más aún; en Italia, en Francia, en Suiza…, incluso la proamericana Gran Bretaña tuvo sus veleidades). Un colaboracionismo político, militar, empresarial e ideológico que tiznó a toda la Europa de los años treinta y primeros cuarenta del pasado siglo, convirtiéndola en un territorio perfectamente sintonizado con los colores de la cruz gamada.

Hasta que los nazis perdieron la guerra, Hitler se suicidó y Mussolini fue ahorcado. De pronto, la amnesia se apoderó de todos los europeos –solo los alemanes lo tuvieron más difícil porque alguien tenía que pagar el pato-. Como por arte de birlibirloque, a todos se les olvidó su colaboración con el fascismo y todos se volvieron demócratas y proamericanos. El mundo se horrorizó ante Auschwitz –como si Auschwitz hubiera podido existir sin la complicidad de tantos– e incluso se le perdonaron a Stalin sus infinitos crímenes con tal de que se volviera también amnésico.

Géraldine Schwarz supo así que su abuelo se había enriquecido pactando con los nazis para quedarse con empresas de judíos perseguidos y aniquilados. Pero también supo que historias como la de su abuelo hubo miles, y silencios, millones, y que el espanto nazi solo pudo ocurrir por la connivencia de los ciudadanos, de los mismos ciudadanos que, una vez acabada la guerra, se olvidaron de todo.

Cuidado con los amnésicos de todo signo

Me acuerdo mucho de este libro estos días, cuando no paro de darle vueltas al horror de la covid-19, que, cuando escribo estas líneas, se ha llevado ya por delante a más de 25.000 españoles y a 240.000 ciudadanos del mundo entero, solo según las cifras oficiales. Me acuerdo mucho, porque pienso que la amnesia debería tipificarse como delito cuando veo que se utiliza con tanta frivolidad y soltura.

Piénsese, por ejemplo, en la llegada de la pandemia a España. Parece cada día más claro que el gobierno miró para otro lado y que tardó más de la cuenta en tomar medidas serias. Pero, ¿y los ciudadanos? ¿De verdad somos todos inocentes? ¿Nos hemos olvidado de las risas, y las bromas, y la frivolidad con que afrontamos aquellos días de enero, febrero y marzo, desde que empezaron a llegar las primeras noticias de China, y después de Italia, y después a nuestro lado? ¿Nadie se acuerda ya de la cantidad de eventos (sociales, políticos, deportivos…) que se celebraron aquel lamentable fin de semana del 7 y 8 de marzo, cuando toda la España machadiana de charanga y pandereta se lo pasaba tan requetebién en sus respectivas juergas? ¿Nadie recuerda que cuando el 9 de marzo el gobierno regional de Madrid cerró los colegios, miles de madrileños se lanzaron a las carreteras como si no hubiera un mañana para llevar el virus, a modo de buena nueva, a todos los rincones de la península? ¿Nadie se acuerda del acto de Puigdemont en Perpignan? ¿O de la salida de vascos a sus segundas residencias en las comunidades limítrofes también en aquellas fechas?

Ahora que todo el mundo parece estar de acuerdo en que el gobierno es un desastre, conviene no olvidar que en el origen de todo los ciudadanos también pusimos de nuestra parte. Unos más que otros, naturalmente, y puede que algunos nada. Pero cuidado con la amnesia.

Y cuidado con la amnesia también en el futuro. Porque cuando todo esto pase -que pasará, de eso no me cabe duda- convendrá que nos detengamos a pensar con hondura, con profundidad, con rabia, en qué ha pasado aquí. Porque el riesgo que corremos, muy español también, es que empecemos a decir que es mejor olvidarnos de todo, que para qué nos vamos a obsesionar, que lo pasado, pasado y que vamos a otra cosa.

Y eso puede ser terrible. Dejarse caer en brazos de la amnesia y olvidar a los muertos es una barbaridad moral y un despropósito ético que en España ya hemos vivido.

Si no lo está, el delito de amnesia habría que tipificarlo.

03/05/2020

Contra los necios, contra los fanáticos

Un mes antes de morir, plenamente consciente de que se encontraba en los minutos de descuento, Leonardo Sciascia entregó a la imprenta dos libros, los últimos que habrían de sumarse a su extensa producción.

Uno de ellos era la novela Una historia sencilla, injustamente ninguneada cuando se citan las grandes ficciones del autor siciliano. Es verdad que esta novelita de apenas un centenar de páginas carece de la profundidad cinceladora de El contexto, donde la Italia democristiana de los sesenta aparece desnudada en toda su crudeza; no está el implacable retrato inmisericorde de la Sicilia eterna de A cada cual lo suyo; ni siquiera contiene la ironía trágica de El Archivo de Egipto, en la que la impostura se convierte en protagonista y gana la batalla. En Una historia sencilla no hay nada de eso, o, mejor, dicho, está todo, pero tan concentrado, tan elidido, tan implícito, que solo cuando uno termina de leer empieza a entender lo que ha leído. En esta novela terminal y mágica Sciascia pone en juego toda su maestría para trenzar un relato de mafia y tráfico de drogas en el que jamás aparecen la palabras mafia o tráfico de drogas, en el que un suceso extraño transcurre con sorprendente normalidad, en el que hay de todo -asesinatos, policías corruptos y legales, curas e impostores- pero parece que no hay nada y en el que el título es la primera trampa que se tiende al lector, porque la historia que se cuenta es, pese a su apariencia, cualquier cosa menos sencilla.

Si la memoria tiene un futuro

Pero si el colofón de la narrativa sciasciana lo pone, cum laude, esta obra, yo prefiero quedarme, a modo de última voluntad del maestro, con el otro libro publicado al final de su vida: Para una memoria futura (si la memoria tiene un futuro). Objetivamente, este volumen tiene menos interés editorial porque se trata de una recopilación de artículos publicados en la prensa italiana entre 1979 y 1988, es decir, casi en los diez últimos años de la vida del autor, y ya se sabe que las compilaciones de artículos son, por lo general, un recurso facilón de hacer libros para aumentar el currículum o para cumplir compromisos con el editor. Pero Sciascia no necesitaba ya ninguna de las dos cosas y sin embargo se empeñó en ello.

Y se empeñó porque él sabía que no se trataba de una compilación cualquiera. El potente título, con resonancias brechtianas, es ya una advertencia al lector de que no se encuentra ante un libro coyuntural sino ante un auténtico testamento, el testamento civil de un hombre que ha dedicado su vida a poner, negro sobre negro, sus convicciones como demócrata por encima de los intereses personales. Cuando las introducciones suelen ser piezas perfectamente prescindibles en la mayoría de los casos, choca la dureza con la que en la de este libro Sciascia se revuelve «contra los necios, contra los fanáticos» que «gozan de tan buena salud que pueden pasar de un fanatismo a otro con perfecta coherencia, permaneciendo, sustancialmente, inmóviles en el eterno fascismo itálico». Estaba muy enfadado nuestro autor cuando compiló estos artículos. Muy enfadado y a las puertas de la muerte, así que se sentía muy libre para expresarse. Y se nota.

La treintena de artículos recopilados en Para una memoria futura tratan de un solo tema que se repite de forma insistente y machacona, por más que el pretexto algunas veces varíe: la lucha contra la mafia no puede ser el pretexto que sirva para recortar el estado de derecho; la persecución del terrorismo no puede servir para conculcar la ley. Y aún más claro: el fascismo de Mussolini venció a la mafia, pero si ese es el precio para vencerla, es un precio demasiado caro.

El Estado ante la mafia

Recordemos brevemente. La Sicilia posterior a la Segunda Guerra Mundial se había reconstruido en buena medida con el apoyo de la mafia, y el nuevo Estado italiano, bien respaldado en los Estados Unidos y en la Iglesia católica, había correspondido a ese apoyo con una permisividad hacia la organización criminal que, visto fuera de contexto, sería difícil de entender. Siempre hubo nombres aislados, funcionarios, servidores del orden, agentes de la ley, que intentaron alertar contra lo que representaba el cáncer mafioso en el desarrollo de Italia, pero su eco era generalmente ahogado por el propio Estado, poco interesado en aclarar las cosas.

El primer intelectual, sensu stricto, que levanta la voz contra esta situación es, precisamente, Leonardo Sciascia que, en sus primeros recopilatorios de cuentos de los finales de los cincuenta, Las parroquias de Regalpetra y Los tíos de Sicilia, despoja por primera vez a los mafiosos de su hálito de folclorismo buenista y los sitúa en el ámbito que les corresponde de organización criminal. Cuando en 1961 publica El día de la lechuza, la primera novela expresamente antimafia de la literatura italiana, el stablishment político y judicial se empieza a poner nervioso. Acusan a Sciascia de exagerado, de fabulador, de mentiroso incluso: la mafia no existe, le vienen a decir, eso no es más que un invento de los que no entienden la realidad siciliana.

Casi veinte años transcurren hasta que las tornas cambian. Las cosas han llegado demasiado lejos, ha corrido demasiada sangre y las extorsiones han alcanzado cotas demasiado altas y la administración de justicia empieza a entender que hay que poner nombre a las cosas. La lucha contra la mafia se convierte, casi de buenas a primeras, en una prioridad del Estado italiano, y los nombres de Falcone y Borsellino, del general dalla Chiesa y de tantos otros pasan a ser la punta de lanza del compromiso por su erradicación. La lucha ya es abierta y sin cuartel: la mafia mata sin reparo a cuantos se le ponen por delante y el Estado echa mano de recursos ingentes y de toda su capacidad legislativa para derrotar a ese enemigo que hasta hacia cuatro días se negaba a reconocer.

Y aquí es cuando Sciascia se encuentra, de pronto, al otro lado de la orilla. No porque él haya cruzado, sino porque le han movido el río. Él, que se ha pasado media vida pidiendo que la ley actúe contra los mafiosos, tiene ahora que dedicar la otra media a exigir que la ley sea justa, que la ley sea democrática, que la ley sea ley. Y los que lo acusaban, unos años antes, de fabular con la mafia, lo acusan ahora de aliarse con ella. De esto va Para una memoria futura, de dejar claro que él está donde siempre ha estado y de que los que se han movido son los otros.

Leonardo Sciascia murió al mes siguiente de editar este libro, hace ya casi treinta años. Y no es mal momento, en esta España nuestra tan atribulada, de refrescar las postreras páginas de este intelectual terco, que nunca tuvo pelos en la pluma por más que se fuera quedando cada vez más solo.

(Este artículo se publicó, con leves variaciones y con el título Si la memoria tiene un futuro, en Vozpópuli, el 24 de octubre de 2014)