Acaba de cumplirse un siglo del nacimiento de Aimé Césaire. Martinica, la isla caribe en la que vino al mundo, formaba parte del sólido entramado colonial francés que representaba, por aquel entonces, el 8,4% del territorio habitado del planeta.
El colonialismo de nuestros vecinos, fiel a la visión política de la Revolución de 1789, era brutalmente centralista en su organización administrativa, culturalmente uniformador e inevitablemente paternalista. En ese contexto, Césaire nació siendo, en cierto modo, un privilegiado. Perteneciente por raza al escalón más débil de la masa social de Martinica, era sin embargo nieto del primer profesor negro de la isla. Su padre era también profesor y su madre, una costurera que sabía leer y que jugó un papel importante en la alfabetización de las mujeres.
De los seis hijos del profesor Césaire, Aimé es el único que consigue una beca para estudiar en París, donde llega con dieciocho años. En la capital de la metrópoli estudia primero en el Liceo Louis-le-Grand para pasar después a la selecta Escuela Normal Superior, donde se forma la flor y nata de la clase dirigente francesa. En esos años encuentra dos compañeros que serán esenciales en su devenir: el senegalés Léopold Sédar Senghor y el guayanés Léon Damas. Los tres nombres quedarán para siempre unidos en la creación de un concepto esencial para el desarrollo del pensamiento político y cultural del siglo XX: la negritud.
Más que un programa político
La negritud, por decirlo con simpleza wikipédica, es la culminación de la toma de conciencia de los negros asentados en territorios dominados por los blancos y, más específicamente, por los europeos. Pero se trata de una toma de conciencia que va más allá de la liberación de la esclavitud o del puro dominio político y económico. La negritud implica también la liberación cultural, la recuperación de las señas de identidad específicas de las diferentes culturas africanas arrasadas, el descubrimiento, por parte de los ciudadanos negros de las colonias, de nuevos modelos, de modos propios de crear, de pensar, de avanzar, de construir el futuro.
El movimiento puesto en marcha por Césaire, Senghor y Damas cuajó porque en el caldo de cultivo de los años treinta había ya un serio debate en el pensamiento europeo más progresista sobre el sentido del colonialismo. El marxismo jugó un papel determinante en esta reflexión, lo que no deja de ser paradójico, puesto que su triunfo reciente en Rusia iba a servir para construir una nueva forma de explotación de los pueblos tanto o más opresora, pero lo cierto es que, al menos en Francia, el discurso de Marx, a través de Sartre y de algunos otros pensadores del momento, ayudó a los jóvenes estudiantes negros parisinos a dar forma a su teoría.
Eran tiempos también de vanguardias y no conviene olvidar que nuestros tres protagonistas eran, tanto o más que activistas, poetas. La condición de poeta y revolucionario es bastante frecuente -Neruda, Cardenal, Alberti, Maiakovski-, así que no hay de qué extrañarse. Lo extraño es que a la larga la combinación funcione, porque lo usual es que los poetas sean unos pésimos políticos o que su búsqueda de las esencias termine alejándolos de la realpolitik de sus camaradas. Los poetas políticos suelen acabar mal y recuerden, por no irnos muy lejos, el último poeta español que se sentó en el Consejo de Ministros. No es esto así en los casos que nos ocupan.
Marxismo, surrealismo, una buena formación intelectual y una formidable red de contactos y apoyos convirtieron a Césaire, todavía muy joven, en uno de los líderes destacados de la oposición colonialista en Martinica. No solo porque tenía un discurso sólido contra el dominio colonial, sino porque también había articulado un consistente relato en favor del nuevo tiempo que los antiguos esclavos, dueños de su destino, estaban en condiciones de construir. La obra poética de Césaire -una de las más fascinantes escritas en lengua francesa durante el siglo XX- había arrancado ya con el inmenso poema Cuaderno de un retorno al país natal y su relevancia y modernidad habían sido saludadas por André Breton como una de las más audaces novedades de la joven poesía francesa.
Rechazo a la independencia
Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, el destino de Aimé Césaire parecía ya escrito. Se afilia al Partido Comunista precisamente en 1945 y forma parte del conglomerado de líderes en todos los países de la francofonía que lucha denodadamente por acabar con el dominio colonial. Son años duros, terribles, para países como Vietnam, Camerún, Argelia, Marruecos, que avanzan de manera imparable hacia su independencia. O como Senegal, donde su amigo Sédar Senghor encabeza el enfrentamiento con el implacable De Gaulle. Todo el mundo espera que Césaire, alcalde ya de la capital de la Martinica y con un escaño recién alcanzado en la Asamblea Nacional francesa, rompa con la metrópoli y declare la independencia.
No solo no lo hace sino que hace todo lo contrario: negocia con el gobierno francés una vieja reivindicación de algunos líderes criollos del XIX: el estatuto de departamento para la isla, es decir su transformación en una pieza más del territorio francés, al mismo nivel administrativo, para entendernos, que París, con su mismo estatus, con sus mismos derechos e incluso con más dinero, habida cuenta de sus componentes de insularidad y extraterritorialidad. La petición es insólita y atrevida porque supone exigir ciudadanía de pleno derecho para quienes hasta ese momento han sido súbditos de tercera división, pero De Gaulle se lo concede como se lo concede a Guayana, Guadalupe y Réunion, en un momento en el que necesita presentarse ante los franceses con algo más que un montón de fracasos coloniales.
Entre su amigo Senghor y él se abre un abismo. Para el que pronto será flamante presidente de un Senegal libre, la negritud solo puede plasmarse en oposición a Europa, abriendo un frente nítido contra los valores y la cultura de los opresores. Césaire en cambio piensa que ya no hay división posible, que las culturas se han entremezclado inexorablemente y que lo que ahora deben hacer los territorios explotados es recuperarse del expolio exigiendo a la metrópoli la devolución de cuanto se han llevado. Césaire tiene las ideas muy claras: una Martinica independiente es inviable porque carece de recursos propios suficientes y se encuentra sembrada de una inextricable red de corruptelas, ineficiencias y mala administración. Una Martinica independiente -por más que él estaba llamado a ser su presidente- estaría condenada a ser uno más de los pobres países del continente americano, un reducto del Caribe tan pintoresco como miserable, al modo de Haití. Martinica, piensa Césaire, necesita desarrollo y ese desarrollo debe pagarlo quien se lo arrebató: no hay mejor modo de cobrárselo que formando parte de él.
Fruto de este discurso insólito y atrevido, a contracorriente del pensamiento dominante, estos departamentos franceses de ultramar son hoy territorios de la Unión Europea en el continente americano, espacios ampliamente desarrollados en un entorno de calamidades y carencias, lugares donde el encuentro de culturas va más allá del folclorismo y donde la inversión tecnológica e industrial se mide en tasas europeas.
Aimé Césaire mantuvo la alcaldía de Fort-de-France y su escaño en París hasta pocos años antes de su muerte en 2008, lo que algo dice de la consideración política que le tuvieron sus conciudadanos. En el campo internacional, es un poeta conocido y ponderado. Sin embargo, la lucidez política que le hizo abandonar las posiciones independentistas de su juventud nunca ha sido reconocida como se merece.
(Este artículo apareció publicado por primera vez en el diario Vozpópuli el 3 de enero de 2014)