Maneras de mirar



Ahora que soy casi del todo una persona normal y me tengo que volver a preocupar de las facturas y de los compromisos profesionales y de todas esas cosas que llamamos, para entendernos, la vida, me doy cuenta en carne propia de qué diferentes son las cosas según quien las contemple y las analice, y de que cada uno las contempla y las analiza en función de cómo le haya ido la juerga en cada caso.

La pandemia, un suponer. Aunque en Madrid estamos aún en fase 1 (signifique eso lo que signifique, que yo no lo sé bien), veo que la manera de vivir el día a día es muy diferente entre quienes hemos sufrido la enfermedad, de manera directa o por persona interpuesta, y quien no ha sabido de ella sino a través de los medios. Mi familia y yo mismo, por ejemplo, y aunque esté feo señalar, aún nos tomamos muy en serio las restricciones impuestas, porque nos parece, visto mi caso, que lo que está sucediendo no es ninguna broma. Alrededor, en cambio, observo comportamientos de jóvenes y de menos jóvenes que se desenvuelven con la soltura de quien no se ha asomado ni un minuto a las urgencias de un hospital durante los días más duros de la covid-19 y oyen hablar de ella con el alejamiento ficcional con que uno lee sobre la lepra en los libros de historia.

Lo comprendo, perfectamente: la vida es demasiado compleja como para que una lectura lineal de un suceso sirva para entenderla. Defoe y Pepys, para que nos entendamos.

Cuando la ficción hace trampas

Todo el mundo sabe quién fue Daniel Defoe, así que no perderé mucho tiempo en presentarlo. Todo el mundo sabe, al menos, que es el autor de Robinson Crusoe, su primera novela, escrita con casi sesenta años, después de una vida truculenta, baqueteada entre los negocios, la política y la necesidad. Robinson Crusoe está inspirada en la historia real de un naufragio, y su éxito le dio al autor la pista de seguir escribiendo novelas inspiradas en hechos reales. Una de ellas, escrita cuatro años después de la anterior, fue Diario del año de la peste, un librito que también ha gozado de cierta fama y que se reedita y se vende mucho cuando suceden cosas como las que hemos vivido ahora, incluso aunque sean de menor intensidad.

El presunto diario hace referencia a la gran plaga de peste bubónica sucedida en Londres en 1665, que se llevó por delante a la cuarta parte de la población de Londres -unas cien mil personas- y fue solo el preludio del incendio que al año siguiente destruyó buena parte de la ciudad: dos acontecimientos que obligaron a las autoridades inglesas a reinventar su capital desde todos los puntos de vista.

Pero he escrito «el presunto diario». Defoe tenía cinco años cuando sucedieron ambos desastres y sus recuerdos al respecto son inexistentes. Según los expertos, se basa en el verídico diario de un tío suyo, pero recrea libremente la narración de los hechos poniéndolos en boca de un personaje de ficción.

El esfuerzo de recreación es riguroso y documentado: proporciona listas de víctimas por barrios y distritos, describe las acciones de las autoridades, se centra en los movimientos de los ciudadanos en función de lo movimientos de la enfermedad, establece un calendario medido tal como se produjo en la realidad y se encomienda a Dios a cada momento como se supone que un buen ciudadano de aquel tiempo debía hacer al enfrentarse a semejante calamidad… Es, en definitiva un (falso) diario de alguien que se concentra única y exclusivamente en el hecho más importante que sucedió en Londres en 1665.

Y está bien. Pero uno se queda con la sensación de que el autor hace trampas, en el sentido de que cuenta solo, de manera obsesiva, aquellas cosas que quiere contar para que el libro funcione, omitiendo, en cambio, otro montón de circunstancias que podrían haber hecho su narración más verídica.

Cuando la realidad es prosaica
En aquellos años -antes y después de la peste, quiero decir- vivió en Londres un tipo muy peculiar, en cuyos detalles, por desgracia, no puedo detenerme. Samuel Pepys fue también un hombre con una vida muy intensa, como Defoe, muy a caballo entre la política y los negocios, como Defoe, pero con muchos menos hijos que Defoe (0-7 fue el resultado final) y con muchísima más suerte en la vida.

Lo que ahora nos importa es que Pepys ha pasado a la historia de la literatura de manera casual, simplemente porque entre 1660 y 1669 escribió un diario muy diferente a todos. Las personas escriben diarios para contarles cosas a otros, porque para contárselas a sí mismos no necesitan escribirse: a la posteridad, a los herederos, a sus lectores habituales cuando se trata de escritores profesionales, a la dama o al caballero a quien se quiere conquistar, al confesor en algún caso… Pepys -que tenía un ego muy considerable- escribió para sí mismo, con la firme voluntad de que nadie lo leyera, y eso lo facultó para expresarse con una crudeza y una sinceridad inencontrables en el género.

Y también con un tedio importante, todo hay que decirlo. Lo que Pepys hacía en su diario era exponer, de modo conciso y factual, todo aquello que le acontecía cada día, a él, un hombre que se desenvolvía en un mundo de burocracia tediosa y en un afán obsesivo por conseguir dinero. El resto: amigos, francachelas, una vida matrimonial extrañamente desordenada y algunas aventuras de faldas que hoy día no escandalizan a nadie.

Los diarios de Samuel Pepys son un documento maravilloso para acercarse con rigor a la Inglaterra urbana de comienzos del diecisiete, aunque leerse los seis años descritos -más de un millón de palabras-, uno detrás de otro, es un ejercicio de paciencia para el que no todo el mundo está dotado.

Pero donde yo quiero centrarme es en uno de esos años: 1665, el año de la peste londinense. Y donde quiero detenerme es en la comparación del diario auténtico de Pepys con la narración novelada de Defoe. Mientras que este se concentra, con una enorme apariencia de rigor, en los antecedentes de la epidemia, en sus primeros indicios (parece que el Wuhan de ellos andaba por los Países Bajos), en alguna víctima detectada en diciembre del año 64 y en las contadas que empezaron a anotarse en los primeros meses del 65, como si en Londres en aquel momento ya no se hablara de otra cosa, mientras el novelista, digo, concentra su objetivo en lo que le obsesiona, el diarista se limita a narrar su vida cotidiana tal como a él le llega y le interpela.

Y el diarista, es decir, el funcionario Pepys, abrumado por un montón de preocupaciones cotidianas -cómo hacerse más rico, cómo conquistar a más mujeres, cómo emborracharse más, cómo soportar a su mujer-, el tema de la peste solo lo incluye por primera vez en su diario el último día de febrero en una anotación tan simple como esta: «Así acaba este mes: muy contento con mis propiedades y ganancias, y muy preocupado por los problemas que he encontrado y me voy a encontrar sobre el asunto de Tánger. (…) Mucho miedo en la ciudad por la enfermedad, pues se dice que ya han cerrado dos o tres casas ¡Dios nos guarde!».

A partir de ese día, las anotaciones de Pepys comienzan a entremezclar sus asuntos personales con las noticias de la epidemia. En uno de los momentos más duros, el 11 de junio, cuando están muriendo docenas de londinenses cada día, el coqueto caballero anota en su diario: «Cuando se fueron salí un rato a mostrar mi nuevo traje y, al pasar, vi la puerta del pobre doctor Burnet cerrada. Sin embargo me entero de que se ha ganado el aprecio de sus vecinos, pues se lo descubrió él primero e hizo que le encerraran por propia voluntad, lo que fue muy generoso». Es verdad que durante el verano, en que la peste aprieta especialmente, Pepys habla mucho de ella, y se le ve preocupado, pero, por ejemplo, el 3 de septiembre, con la epidemia todavía causando estragos, escribe: «Me pongo mi elegante traje de seda de color y mi nueva peluca, que me compré hace tiempo pero que no me había atrevido a poner porque la plaga estaba en Westminster cuando la compré. Me pregunto qué pasará con la moda de las pelucas cuando acabe la plaga, pues nadie se atreverá a comprar pelo por miedo a la infección, por si se lo han cortado a gente muerta por la plaga».

En cuanto al final de ambos textos, son también como la noche y el día. Defoe concluye su falso diario dando gracias a Dios por haberlos librado de la plaga y con solo una leve referencia al incendio que cuatro meses después asolará la ciudad. Pepys continúa sus anotaciones, imperturbable, para adentrarse poco después en los daños del incendio, que le preocupó más que la peste porque puso en riesgos algunas de sus riquezas, pero en cuyos detalles tampoco se detuvo demasiado.

Continuó con su vida, como si tal cosa, hasta que en 1669, alegando unos problemas de visión que nunca se acreditaron, abandonó la escritura del diario, probablemente por aburrimiento, una vez comprobada, como tantas veces le pasa a la escritura, su absoluta inutilidad.

La vida misma.

Publicado en el blog Enfermo de covid el 31/05/2020

Patrañas

Entre las muchas locuras de estos meses de locura una de las más destacadas es la del lenguaje. Desde que el día 10 de marzo la situación se le complicó al gobierno definitivamente, y hasta ahora, una de las soluciones más bizarras que el presidente y sus asesores se han sacado de la manga ha sido la de reinventarse la manera de hablar.

No es nada nuevo. Hace años que la política se aferra al lenguaje para no reconocer su ausencia de soluciones y se inventa extrañas maneras de no llamar a las cosas por su nombre. No les voy a poner ejemplos, hagan ustedes el ejercicio de rebuscar denominaciones nuevas para realidades antiguas y se sorprenderán. Hace años que esto existe, pero debo confesar que la capacidad de Pedro Sánchez para reinventar la realidad a fuerza de reventar el lenguaje es única. Lo empezó a demostrar pronto, cuando a las peores cifras del partido socialista en unas elecciones generales, el 26 de junio de 2016, las tildó de «resultado histórico», y a partir de ahí se fue viniendo arriba con una capacidad admirable.

Para que mis amigos socialistas no se me enfaden, me apresuraré a decir que este pecado del lenguaje huero lo cometen también el resto de los políticos activos, pero me admitirán estos amigos que los dioses dotan a unos de virtudes que no nos dan a otros y a Pedro Sánchez le han dotado de una capacidad infinita de hablar sin decir nada a base de un vocabulario formado por tres tipos de palabras: vacías, inventadas e inevitables, entendiendo por estas últimas las preposiciones, las conjunciones y los adverbios terminados en mente.

Orwell entra en escena
Cuando el personal se desespera ante este maremágnum de lenguaje político perfectamente degradado, se suele acudir a Orwell y a la neolengua descrita en su novela 1984. El recurso a Orwell no es descabellado: le dedicó muchas páginas a poner en evidencia el deterioro del lenguaje en la política (¡ya entonces!) y se han citado millones de veces sus seis reglas para escribir claro que, si nos las aplicáramos, nos dejarían a todos tan mudos como ágrafos. Pero es un error acudir a 1984 para buscar equivalencias con la situación actual. La neolengua que Orwell ideó para su distopía arrancaba de un principio esencial: lo que no se puede decir, no puede ser pensado; por tanto, bastaría con eliminar palabras para hacer desaparecer lo que esa realidad representa. Así, eliminando palabras como libertad, democracia o justicia, por ejemplo, cualquier dictadorzuelo que se precie tendría la vida resuelta.

Orwell estaba muy obsesionado con el modo obsceno con que se utiliza el lenguaje en el mundo de la política y el periodismo, y pensaba, a la vista de las amenazas que se cernían sobre su mundo (la novela está escrita en unos inquietantes años posbélicos, cuando la guerra fría está empezando a plasmarse) que la fuerza bruta de Stalin era el mejor modelo para plasmar los riesgos de las democracias.

Pero en esto (solo en esto, porque en otras muchas cosas fue un precursor), Orwell se equivocaba. El mejor modo de desvirtuar la realidad es, muy al contrario de lo que persigue el Ministerio de la Verdad, llenarla de palabras vacías, convertirla en un enorme tapiz de conceptos hueros, de locuciones inventadas, de pretendidas ingeniosidades, de manera que uno termina por no saber a qué nos estamos refiriendo ni de qué va el tema que se nos propone.

Pedro Sánchez -y sus adláteres, que no le van a la zaga- es un genio en esta nueva neolengua, opuesta a la del Gran Hermano, y perfectamente adecuada a la nueva normalidad con la que, según él, vamos a encontrarnos a la vuelta de la esquina.

Entre Alicia y la bullshit
Cuando le escucho esas infinitas peroratas con las que ahora nos deleita, me voy irremediablemente a aquel maravilloso pasaje de Alicia a través del Espejo en el que Humpty Dumpty deja claro que lo importante no es lo que significan las palabras sino quién manda sobre ellas.

Pero no es ese el problema. El problema es peor. Lo definió con enorme precisión el filósofo norteamericano Allan Franckfurt en su ensayo On Bullshit. Como saben mis anglófonos lectores, bullshit admite varias traducciones metafóricas y suaves -en la versión original del ensayo al español se ha traducido como «patrañas»-, pero en rigor podría muy bien verterse a nuestro idioma por la castiza expresión «caca de la vaca». Y la tesis de Franckfurt es demoledora: vivimos en un tiempo en que las tradicionales mentiras han dado paso a la bullshit, al cultivo de la patraña como forma de manipular la verdad.

» Una persona que miente -escribe el filósofo- y otra que dice la verdad juegan, por así decirlo, en equipos opuestos del mismo partido. Ambas responden a los hechos desde sus respectivos puntos de vista, aunque la reacción de una de esas personas se guía por la autoridad de la verdad y la reacción de la otra desafía esa autoridad y se niega a cumplir sus exigencias. El charlatán, por su parte, no hace ningún caso de esas exigencias. No rechaza la autoridad de la verdad, como el mentiroso, oponiéndose a ella. Sencillamente, no le presta ninguna atención. Por este motivo las patrañas (bullshit) son peores enemigas de la verdad que las mentiras. (El resaltado es mío)

Es verdad que en nuestra vida cotidiana llenamos nuestras conversaciones de bullshit, de eso que se llama ‘hablar por hablar’, de opiniones perfectamente prescindibles e innecesarias sobre cualquier cosa. Ese ruido nuestro de cada día es molesto pero podemos convivir con él. El problema grave es cuando se hace bullshit con mala fe; cuando se emplea la patraña como método para hacerse con el poder y para conservarlo; cuando la verdad se aparta y se pisotea, y no se molesta uno ni en buscarla ni en desacreditarla. Simplemente, se ignora.

Gobernantes mentirosos los ha habido siempre, pero ellos, sabiendo que mienten, saben cuál es la verdad y siempre cabe entenderse con ellos. Pero cuando el gobernante se vale de la patraña como herramienta esencial de su discurso es cuando hay que empezar, de verdad, a preocuparse.

Y no sé por qué hoy no he hablado de la covid-19.

Publicado en el blog Enfermo de covid el 24/05/2020

La amnesia como delito


Uno de los libros más sobrecogedores que he leído este año (fue hace unos meses: antes de que empezara todo) es el titulado Los amnésicos. Historia de una familia europea, de la periodista francoalemana Géraldine Schwarz. Se trata de un documentado reportaje, a lo largo de toda la historia europea, desde el surgimiento del nazismo, en los años treinta del pasado siglo hasta prácticamente nuestros días. (Y cuando escribo historia europea me refiero, ay, a una Europa sin España, porque España en Europa es prácticamente una parvenue y a punto está de desaparecer de nuevo).

El libro arranca de la indagación personal de la periodista en la rama alemana de su familia y en la pregunta, un poco circunstancial y anodina, de cómo y cuándo había conseguido su abuelo enriquecerse. Esa indagación la llevó a descubrir el colaboracionismo de su familia con los nazis, pero, más allá de la anécdota personal, y adentrándose en un desgarrador viaje por toda Europa, la comprobación documentada de que el colaboracionismo fue generalizado en todos los países importantes de Europa (en Alemania, claro, pero en Austria más aún; en Italia, en Francia, en Suiza…, incluso la proamericana Gran Bretaña tuvo sus veleidades). Un colaboracionismo político, militar, empresarial e ideológico que tiznó a toda la Europa de los años treinta y primeros cuarenta del pasado siglo, convirtiéndola en un territorio perfectamente sintonizado con los colores de la cruz gamada.

Hasta que los nazis perdieron la guerra, Hitler se suicidó y Mussolini fue ahorcado. De pronto, la amnesia se apoderó de todos los europeos –solo los alemanes lo tuvieron más difícil porque alguien tenía que pagar el pato-. Como por arte de birlibirloque, a todos se les olvidó su colaboración con el fascismo y todos se volvieron demócratas y proamericanos. El mundo se horrorizó ante Auschwitz –como si Auschwitz hubiera podido existir sin la complicidad de tantos– e incluso se le perdonaron a Stalin sus infinitos crímenes con tal de que se volviera también amnésico.

Géraldine Schwarz supo así que su abuelo se había enriquecido pactando con los nazis para quedarse con empresas de judíos perseguidos y aniquilados. Pero también supo que historias como la de su abuelo hubo miles, y silencios, millones, y que el espanto nazi solo pudo ocurrir por la connivencia de los ciudadanos, de los mismos ciudadanos que, una vez acabada la guerra, se olvidaron de todo.

Cuidado con los amnésicos de todo signo

Me acuerdo mucho de este libro estos días, cuando no paro de darle vueltas al horror de la covid-19, que, cuando escribo estas líneas, se ha llevado ya por delante a más de 25.000 españoles y a 240.000 ciudadanos del mundo entero, solo según las cifras oficiales. Me acuerdo mucho, porque pienso que la amnesia debería tipificarse como delito cuando veo que se utiliza con tanta frivolidad y soltura.

Piénsese, por ejemplo, en la llegada de la pandemia a España. Parece cada día más claro que el gobierno miró para otro lado y que tardó más de la cuenta en tomar medidas serias. Pero, ¿y los ciudadanos? ¿De verdad somos todos inocentes? ¿Nos hemos olvidado de las risas, y las bromas, y la frivolidad con que afrontamos aquellos días de enero, febrero y marzo, desde que empezaron a llegar las primeras noticias de China, y después de Italia, y después a nuestro lado? ¿Nadie se acuerda ya de la cantidad de eventos (sociales, políticos, deportivos…) que se celebraron aquel lamentable fin de semana del 7 y 8 de marzo, cuando toda la España machadiana de charanga y pandereta se lo pasaba tan requetebién en sus respectivas juergas? ¿Nadie recuerda que cuando el 9 de marzo el gobierno regional de Madrid cerró los colegios, miles de madrileños se lanzaron a las carreteras como si no hubiera un mañana para llevar el virus, a modo de buena nueva, a todos los rincones de la península? ¿Nadie se acuerda del acto de Puigdemont en Perpignan? ¿O de la salida de vascos a sus segundas residencias en las comunidades limítrofes también en aquellas fechas?

Ahora que todo el mundo parece estar de acuerdo en que el gobierno es un desastre, conviene no olvidar que en el origen de todo los ciudadanos también pusimos de nuestra parte. Unos más que otros, naturalmente, y puede que algunos nada. Pero cuidado con la amnesia.

Y cuidado con la amnesia también en el futuro. Porque cuando todo esto pase -que pasará, de eso no me cabe duda- convendrá que nos detengamos a pensar con hondura, con profundidad, con rabia, en qué ha pasado aquí. Porque el riesgo que corremos, muy español también, es que empecemos a decir que es mejor olvidarnos de todo, que para qué nos vamos a obsesionar, que lo pasado, pasado y que vamos a otra cosa.

Y eso puede ser terrible. Dejarse caer en brazos de la amnesia y olvidar a los muertos es una barbaridad moral y un despropósito ético que en España ya hemos vivido.

Si no lo está, el delito de amnesia habría que tipificarlo.

03/05/2020

Más datos, por favor


Entre las personas en quienes más confío de cuantas me rodean, figura un joven científico de datos, con quien converso mucho sobre los asuntos más diversos. Quiero decir con esto que, pese a ser un matemático avezado, nuestro hombre tiene una vasta cultura y una capacidad prodigiosa para mantener sobre el mundo una mirada transversal, como se dice ahora, al modo tópico y mitificado con que suele hablarse del hombre renacentista.

Una de las cosas sobre las que este científico más advertido me tiene es contra la falacia de los datos. Cuidado con los datos, podría ser su eslogan, al modo del socrático Conócete a ti mismo. No porque los datos, inanes en sí mismos, puedan hacernos ningún mal, sino porque el uso que se está haciendo de ellos en los últimos años está cargado de trampas y de sesgos.

La ciencia de datos, hoy, empieza a jugar el papel que en su día jugó la religión y que en los dos últimos siglos ha desempeñado la ideología. En nombre de los datos se justifica todo, o se descalifica; los datos todo lo perdonan o todo lo salvan según convenga a los intereses de cada uno y, en definitiva, los datos son el arma arrojadiza en cuyo nombre se mata o se traiciona.

Esto me dice mi científico de cabecera, pero yo sé que él, con todos sus prejuicios y sus precauciones, sigue creyendo que los datos son la base de cualquier verdad posible. Si no hay datos, lo más honesto que puede hacerse es poesía: lo demás, todo fake.

Y al enfermo de la covid-19 no le queda otra que aferrarse a los datos para entender. Necesita cuantos más datos mejor para que le cuadren las cuentas del pavoroso escenario en el que el mundo se ha hundido.

Una enmienda a mí mismo

Voy a hacerme una enmienda a mí mismo: en el artículo que escribí en el hospital, que publicó El Confidencial el día 8 de abril, se dice que «las víctimas son -somos- las más fáciles de retratar: los enfermos, los muertos, sus familias, sus afectos. La foto resultante es borrosa, movida, incompleta, pero hay foto».

Rectifico: ojalá. Hoy, más de un mes después de iniciado el desastre, apenas sabemos nada de las víctimas. Sabemos de varios miles que han muerto con certeza; sabemos de algunos millares que hemos sobrevivido, ya veremos con qué secuelas; pero entre ambos grupos se entremezcla una amalgama inidentificable de personas de las que no se sabe nada, a las que nadie ha contado, por las que nadie pregunta. Produce escalofríos ver la frivolidad con la que los datos de víctimas se escamotean o se tergiversan y aún más preocupación produce comprobar que, en la mayor parte de los casos, la falsedad de las cifras no se produce por mala fe ni por interés político, sino por pura incompetencia.

Más tarde o más temprano, cuando todo esto pase, las víctimas de la covid-19 vamos a necesitar reparación y justicia. La vamos a necesitar y no tendremos más remedio que exigirla. Pero para ello, el punto de partida no puede ser otro que el de saber cuántos somos. Tendré que decírselo a mi amigo el matemático: es verdad que no hay que confiar ciegamente en los datos, pero hay que empezar por tenerlos. Certeros, rigurosos, exactos.

Todos los datos. Cada vez más datos, por favor.

Publicado en el blog Enfermo de covid el 20/04/2020

Lobistas para los nuevos tiempos

Soy un pésimo profeta. Jamás se me ha dado bien adivinar el futuro, ni siquiera esbozarlo, y por eso no me gusta el afán generalizado de especular sobre el porvenir. No son los demás los que se equivocan: soy yo el incapaz de acertar.

Y eso me ha pasado siempre, incluso en tiempos normales -si es que alguna vez los ha habido. Cuánto más ahora, en pleno reinado del coronavirus, cuando, con medio mundo encerrado en sus casas y la actividad empresarial prácticamente paralizada, ni los más avezados profetas se atreven a jugársela.

Ni idea, pues, de lo que nos espera, ni idea de cómo será el mundo después del Covid-19.

Pero hay un par de ideas que me rondan la cabeza y en torno a las cuales quiero articular estas líneas. (Dos ideas, en estos tiempos de incertidumbre, a mí me parecen muchas).

La primera: si algo ha demostrado esta crisis terrible y demoledora es que los poderes públicos tradicionales han quedado en evidencia y han dejado bien a las claras su debilidad. El andamiaje del Estado nacional burgués, tan útil para las sociedades de los siglo 19 y 20, no aguanta ya la complejidad de los nuevos tiempos.

Lo hemos visto con otros retos: con la globalización, con las nuevas tecnologías, con la crisis climática. El Estado se basa en la existencia de fronteras, y ni el dinero, ni la migración, ni internet, ni el clima quieren saber nada de límites. ¡No digamos los virus!

De manera que el Estado, perplejo, noqueado, se deshilacha y se desmorona.

Lo que pasa es que los ciudadanos siguen estando representados por él, siguen estando gestionados por él, siguen bajo su cobijo. El parapeto constitucional -en el caso de España y de los demás países democráticos- sigue siendo garantía de libertad y de juego limpio. Nos interesa que el Estado se sobreponga.

Primera paradoja: un Estado obsoleto jugando a proteger.

Segunda idea: Una sociedad muy compleja, muy líquida, extremadamente frágil, aquejada de riesgos y de expectativas enredadas y disímiles. Nunca las soluciones fáciles han sido posibles, menos lo son ahora, y sin embargo, a muchos les gustaría…

Una sociedad desestructurada, en la que prácticamente solo el tejido empresarial revela un cierto esqueleto, junto a algunos esfuerzos asociativos y a voluntariosas iniciativas…

La segunda paradoja: empresas golpeadas por una crisis brutal están obligadas a reconstruirse y a reconstruir con ello el tejido social.

Conclusión: Un Estado débil frente a unas empresas debilitadas. Es inevitable el entendimiento, el diálogo, la búsqueda de soluciones… Hay que reconstruirlo todo, desde el principio.

Y los lobistas somos, por encima de todo, los alfareros del diálogo. Alfareros: artesanos, constructores manuales de un encuentro inevitable, pero a veces costoso, entre los dos polos de la reconstrucción.

Tenemos que sentarlos a hablar, tenemos que obligarlos a hablar: a las empresas y a los poderes públicos, a los emprendedores y a las instituciones, a los que crean riqueza y a quienes la administran.

No hay otro modo de salir adelante. Y los lobistas estamos obligados a empujar.

Publicado en el blog de APRI el 21 abril 2020/