Linkedin y el onanismo intelectual

Twitter tiene sus riesgos, pero Linkedin es un jardín de infancia para adultos


Periódicamente, algunas figuras notables de nuestro paisanaje anuncian con gran prosopopeya que abandonan Twitter. Traduzcamos la locución «figuras notables»: gentes que se tienen a sí mismas por notables, más allá de que lo sean o no; gentes convencidas de que el mundo les debe algo y llevan tiempo empeñadas en cobrárselo, sea en bitcoins, en votos, en contratos publicitarios o en reputación. Hace pocas semanas han sido una periodista y una política las que han dado el portazo a la red del pajarito y nos han dejado a todos -y todas, naturalmente- huérfanos de su sabiduría.

Según estas dos preclaras figuras de nuestro panorama público, y algunas otras que de vez en cuando salen con la misma soflama, Twitter es un sitio insoportable, cargado de un aire irrespirable y poblado de gentuza, odiadores y canallas.

No digo yo que no, pero…

Tengo cuenta en Twitter desde 2012, es decir, que estoy a las puertas, como el 15-M, de celebrar el décimo aniversario de mi tuiterizaje. En todo este tiempo he sostenido algunos debates y he exhibido algunas discrepancias. También he aprendido mucho y he enseñado, quiero pensar, algo. Solo una vez el debate se me torció: fue a cuenta de una colleja que lancé contra una conocida editorial por los desmesurados precios de las ediciones digitales de sus libros, pensados, sin ninguna duda, para desincentivar su consumo en beneficio del tradicional formato de papel. Más allá de la sustancia del asunto, a mí se me fue un poco la mano en un tuit y me contestaron desabridamente un reconocido escritor y un imbécil. El imbécil se sabía que lo era porque, amparándose en un ridículo pseudónimo, se dedicó a insultarme a palo seco. El escritor sí polemizó como mandan los cánones (es decir, con argumentos) y a partir de ahí establecimos un diálogo en el que yo terminé matizando mi excesiva posición inicial.

¿Qué fue del imbécil? Ni idea: lo despaché con un bufido, me negué a seguirle el juego, y supongo que desde entonces vaga por el éter de las redes sociales intentando enfangar todo lo que se ponga a tiro. Como él hay muchos: en Twitter y en las barras de los bares (cuando las barras de los bares marcaban el eje cenital de nuestro diálogo social: volverán pronto). El mundo está lleno de imbéciles y la clave de la supervivencia consiste en saber esquivarlos. Si uno (o una, naturalmente) es una figura pública, la tarea resulta un poco más complicada, pero el esfuerzo va en el sueldo. Y si, como se hace en ocasiones, se acude al enfrentamiento porque proporciona seguidores, porque da visibilidad o porque reporta réditos de algún tipo, entonces, pues eso: que la vida es muy dura. Es como cuando los niños juegan al fútbol, y a uno lo zurran, y abandona el juego, y decide pasarse al ajedrez. ¡Hombre o mujer de Dios! ¡Qué culpa tiene el fútbol de que haya desaprensivos en todas partes! Pues Twitter, a estos efectos es el fútbol: un terreno pantanoso en el que hay que saber desenvolverse.

Cuando todo es bondad, sin mezcla de mal alguno

Hay en cambio otras redes sociales mucho más educadas, dónde va a parar. Instagran, un poner, que he dejado de frecuentar porque tanto amanecer y tanta puesta de sol me deslumbran. Facebook: a mí no me había interesado nunca, pero entendí perfectamente su función el día que vi La red social, la película de David Fincher, que narra con buen pulso y bastante precisión el invento de Marck Zuckerberg. Facebook fue originariamente un sitio para ligar desde unos parámetros sexistas, y a partir de ahí solo tenía margen de mejora. Se ha convertido en un sitio como de botellón perpetuo, donde uno va, está un rato, se encuentra gente, parlotea, cotillea, «fuese y no hubo nada».

El periodista David González decía hace poco que «si hoy no publicas contenido ‘feliz’ en Facebook, no funciona. ¿Qué es feliz? Contenido aspiracional, de superación, que no atente contra los anunciantes». Eso es verdad, pero es que Facebook siempre ha apostado por el contenido feliz. Más me preocupa el caso de Linkedin, la red social para profesionales por antonomasia, que ha terminado convertida en un jardín de infancia para adultos.

Linkedin es, con mucho, la red social que más me ha defraudado. Tardé en entrar en ella por pereza estética. Es fea y poco amable. Pero todo el mundo decía que era el lugar de encuentro en el que los profesionales de cualquier disciplina estábamos llamados a encontrarnos, y a intercambiar, y a debatir, y a enriquecernos intelectualmente… O yo no me sé mover, o lo que he encontrado en Linkedin es uno de los ejercicios de onanismo intelectual más desvergonzados de los que se despachan por ahí. Felicitaciones entusiastas, recomendaciones sin fin, alabanzas desmedidas. Linkedin es una pasarela automática de empresas encantadas de haberse conocido, de empleados de esas empresas que no tienen ni un pero que ponerle a su empleador, de colegas que se quieren mucho y se respetan aún más, y entre los que no hay ni envidias ni rencores… Es un saco sin fondo de aportaciones intelectuales de valor dudoso, pero que, en todo caso, nadie discute, ni nadie falsea, ni nadie rebate. De vez en cuando se sube algún material de interés (yo mismo, mis artículos), pero para encontrar alguna joya es preciso adentrarse en un fango de baboseo verdaderamente pringoso.

En Linkedin todo es bondad, sin mezcla de mal alguno. Una bondad más falta que un billete que dos mil euros y con un problema sobrevenido, el más grave de todos: sin el más mínimo sentido del humor Porque en Linkedin no cabe la ironía, ni la pasión crítica, ni siquiera la broma. Todo es hueco y orondo, como un balón de playa.

Y en ese plan, ya me dirán ustedes: mucho mejor Twitter.

Publicado en La Política Online el 17 de mayo de 2021

Ensalzamiento y loa de los secretarios de organización

Nadie llega a nada en la política española si no lo quieren los secretarios de organización de los partidos


Ahora que ya han pasado las elecciones madrileñas, y antes de que caigan sobre nuestras cabezas cualesquiera otras (he oído que el alcalde de Villalpradillo del Bandajo está pensando en adelantar las de su concejo), me he animado a escribir unas líneas sobre política y lo que le cuelga.

Es un asunto que tengo en agenda desde hace tiempo, pero no sabía cómo encararlo, y han venido en mi ayuda tres expertos y un estudio. Los expertos son los profesores Iñaki Ortega, Juan Moscoso del Prado e Iván Soto, y el estudio, el que desde Deusto Business School y por encargo de APRI, acaban de hacer público bajo el título «La visión de los poderes públicos sobre las relaciones institucionales en España».

Si no se lo han leído todavía (puede que estén enzarzados con el libro del profesor Zamora Bonilla que les recomendé el otro día), háganlo cuanto antes, porque van a aprender muchas cosas sobre la realidad del lobby en España y sobre el modo en que nos relacionamos los profesionales de los asuntos públicos con nuestros representantes y gestores de los poderes legislativo y ejecutivo.

Ya saben: yo no se lo voy a resumir.

Pero hay un aspecto del estudio sobre el que me interesa detenerme: lo que el equipo investigador ha dado en llamar «Taxonomía de los representantes y cargos públicos». Con una capacidad de síntesis y una claridad de ideas admirables, los profesores Ortega, Moscoso del Prado y Soto agrupan a nuestros legisladores y altos cargos del Gobierno en tres categorías: «los militantes», es decir, aquellos que proceden de la cantera de los partidos y que han desarrollado en ellos toda su carrera, como (y los ejemplos son de los analistas) Francisco Álvarez Cascos o José Luis Ábalos; «los funcionarios», aquellos que proceden de la Administración Pública, y en particular de los escalones más altos de ella, al modo de Soraya Sáenz de Santamaría o Margarita Robles; y «los profesionales», que proceden de ámbitos diversos (la universidad o la empresa) y destinan unos años de su vida al ejercicio de la política, como pueden ser los casos de Iván Redondo o Josep Piqué.

La taxonomía es brillante porque, con todos los matices que se quiera, proporciona un buen modo de acercarse a la personalidad de aquellos (y, naturalmente aquellas) que toman decisiones importantes sobre nuestras vidas sin que la mayor parte de las veces nos enteremos de su intervención.

Lo que los autores del estudio no han abordado es una cuestión previa: cómo llegan estas personas -pertenezcan a la categoría que pertenezcan- a ocupar los puestos en los que han sido catalogados. Los autores no lo abordan -porque nadie se lo ha pedido, no porque ellos no sean capaces. Y yo no tengo posibilidades de lanzarme a estudiarlo, pero sí tengo el desparpajo de formular una conjetura: nadie llega a nada en la política española si no lo quieren los secretarios de organización de los partidos. Sean de la categoría que sean y valgan lo que valgan.

Hagamos un experimento.

Cojamos las listas de los diferentes partidos que han competido en las recientes elecciones madrileñas (si las han tirado a la basura en el contenedor correspondiente o si no estaban ustedes empadronados en Madrid, las pueden buscar en internet), y señálenme el grado de conocimiento que tienen ustedes y sus próximos sobre los candidatos, más allá de los cabezas de lista. O bien conocimiento personal y directo, o bien conocimiento inferido, derivados de sus actividades, de sus discursos o de sus publicaciones.

No hace falta que me contesten: me hago una idea. Por tanto, los 132 legisladores electos que durante los próximos dos años van a opinar y decidir sobre nuestras madrileñas vidas son personas, seguramente muy valiosas, no me cabe ninguna duda, que han sido puestas ahí por decisión directa de los líderes de los partidos y de lo que ampulosamente se llama «los aparatos».

Elaborar una lista de legisladores es una tarea hercúlea de la que se exime, como es natural, al ciudadano

El máximo exponente del aparato de un partido es el secretario de organización, sobre cuyas espaldas recae el encargo, verdaderamente hercúleo, de depositar ante el líder o la lideresa la lista que ha de competir en las elecciones correspondientes.

Hercúleo he escrito, y hercúleo es la palabra. Para elaborar una lista hay que atender a una cantidad infinita de condicionantes en cada candidato: su fidelidad a la causa, naturalmente (sin duda la exigencia más determinante), su género, su representación territorial, los servicios prestados que haya que abonarle, los servicios que se le van a pedir que abone, la capacidad de presión de quienes lo recomiendan o impulsan, el grado de amistad o cercanía con los verdaderamente influyentes, una cierta competencia profesional en algún caso, por sobreentendida que sea… y algún nombre que le suene al gran público para poder abrir algún informativo hablando de fichajes al modo florentino (el de Valdebebas).

Tiene mucho mérito lo que hacen los secretarios de organización. No todo el mundo se queda contento, claro, y a veces se labran enemistades por las que a la larga terminan pagando, pero ellos hacen un trabajo inmenso y nos facilitan a todos la vida. A los líderes, que pueden volcarse en los asuntos serios sin tener que ocuparse de la tropa; a los profesionales del lobby, que podemos dedicar nuestra actividad a desentrañar el perfil perfectamente desconocido de nuestros legisladores, y a los ciudadanos de a pie, que pueden enarbolar su papeleta, sin ni siquiera leerla, y depositarla en una urna en un acto perfectamente sacramental de comunión con el Estado.

En realidad, ahorraríamos mucho gasto público si solo eligiéramos a los secretarios de organización y fueran ellos los que se sentaran a legislar, pero ya comprendo que la gran liturgia democrática perdería mucho empaque.

Publicado en LPO el 11/05/2021

El futuro es muy futuro y mucho futuro

El filósofo Jesús Zamora Bonilla nos invita a conjeturar sobre la humanidad de dentro de millones de años


Una de las muchas virtudes de Jesús Zamora Bonilla es que es un filósofo que no parece un filósofo. No lo parece, por lo menos, si te lo encuentras fuera de su entorno. Supongo que si entras en un aula en el que hay un señor disertando sobre Kant y te dicen que es JZB pues, bueno, sí, será filósofo, claro. Pero como es catedrático y decano de la UNED y en la UNED no hay aulas, el ejercicio se complica.

Si, además, descubres que es también economista, y que tontea con la ciencia, y que tuitea sin descanso, y que es bloguero empedernido, y que ha escrito tres novelas estupendas que además son divertidas, entonces ya, qué quieres que te diga: vaya tipo más raro.

Pero, claro, como es filósofo, de vez en cuando escribe libros de filosofía. Y se ha despachado con uno que cuenta con una peculiaridad que lo hace encajar perfectamente en las páginas de este diario en el que escribo, en el que atendemos poco a la filosofía, pero donde tan preocupados andamos siempre con el futuro.

El libro se titula Contra apocalípticos y ya están tardando ustedes en comprarlo -o en sacarlo de la biblioteca- porque todo lo que escribe JZB merece la pena per se y yo no estoy aquí para suplir el rincón del vago.

A ver, un resumen rápido sí les tengo que hacer, porque si no no me van a entender.

La cosa va de que JZB echa un vistazo al pensamiento más en boga que se despacha hoy en día y lo pone verde. Poshumanistas, transhumanistas, animalistas, ecologistas, superfeministas, tecnologistas, metahistoricistas…, qué sé yo, invéntense ustedes lo que quieran: todo le parece mal. Se pone a revisar libros y autores y corrientes y escuelas del aquí y el ahora y no deja, como suele decirse, pensador moderno con cabeza (ni, por supuesto, pensadora).

Pongamos que tiene razón. Es difícil saberlo, porque cita tantos libros y tanta gente que cualquiera sabe. Yo mismo, que algo leo sobre tales materias, me quedo a dos velas con muchas de las referencias. Y con las que me suenan, pues, hombre, a saber, habría que ponerse muy a fondo para estar seguro de quién tiene razón y a mí, francamente, no me da la vida.

Bromas aparte, que sé que el autor sabrá perdonarme, el libro merece ser leído aunque solo sea por los autores que descubre y por los horizontes que analiza. Merece la pena también, y de manera muy especial, por la actitud desde la que el autor escribe y desde la que invita a leerlo: la actitud del relativismo ético que, cito textualmente, «no consiste en estar convencido de que todo da igual, sino en ser conscientes de la relatividad de los valores de cada uno» empezando por los propios, pero siguiendo también por los de los demás. «A la gente -dice el autor- le suele indignar que otros relativicen sus aspiraciones y sus creencias. Pero dejar de hacerlo ‘por no molestar’ es el camino seguro hacia un mundo poblado de fanáticos.»

Empeñarnos en «no molestar» es el camino seguro hacia un mundo poblado de fanáticos

Todo esto es esencial, pero no me quiero detener en ello porque sé que se van a comprar ustedes el libro ahora mismo y ahí van a poder leer todo esto con detenimiento.

Lo que me fascina, lo que me ha deslumbrado de este libro de JZB es el último capítulo sobre el que solo les voy a dar una pincelada para no cometer pecado de espóiler. Se titula Sobre nuestro futuro a larguísimo plazo y en él el autor se pregunta: «¿Cómo de largo es ese larguísimo plazo que sugiero considerar? Muy, muy largo, realmente largo. ¿Los próximos mil años? ¡Qué va! Eso es la vuelta de la esquina. ¡Qué digo la vuelta de la esquina!, eso es tan solo la prolongación del diminuto período histórico en el que andamos metidos, la Edad del Progreso. ¿Diez mil años entonces? Aún se me hace muy corto. ¿Cien mil? Nos vamos acercando, pero aún es un plazo de tiempo demasiado breve. Hablo más bien de millones de años y lo dejaré aquí sin especificar si son unos pocos millones o más bien cientos de millones pues esa es ya una diferencia que a nuestra imaginación le cuesta demasiado trabajo visualizar».

Por qué piensa Zamora Bonilla que la especie humana continuará con sus correrías en un futuro tan lejano es asunto que el autor argumenta con razones muy plausibles y que merece la pena que ustedes se apresuren a desentrañar entre las páginas del libro. Como merece la pena enfangarse en las singulares páginas de ese último capítulo en las que el filósofo -que no en vano se ha desenvuelto con soltura en la narrativa de la ciencia ficción- esboza los rasgos esenciales de una humanidad tan alejada de nosotros que apenas podemos imaginarla.

Zamora Bonilla es un firme convencido de que el Apocalipsis es un invento de populistas y amantes del pensamiento irracional y es también un convencido de que los seres humanos seguiremos perviviendo durante los siglos de los siglos de un modo bastante parecido a como somos en la actualidad.

Más allá de si sus argumentos nos convencen, más allá de si nos surge alguna objeción seria que pudiéramos introducir en un debate riguroso sobre la cuestión, lo que me fascina es el reto intelectual que supone indagar en un futuro visto a millones de años de distancia. Cuando aún andamos preguntándonos qué pasará en las próximas elecciones madrileñas, a dos años vista, dar el salto a un futuro tan lejano como el que JZB nos invita a pensar es verdaderamente un reto. Un reto que les invito a aceptar.

Publicado en LPO el 06/05/2021

El fútbol con barniz UVI

Esto del fútbol reventará, pero en lo que revienta o no, no les agüe la fiesta a los que viven de ella, don Florentino.


No sé si ustedes saben lo que es el barniz UVI. No se preocupen, yo se lo explico en un pispás y luego les cuento a qué viene.

El UVI es un sistema de barnizado que se utiliza sobre material impreso cuando se quiere conseguir un acabado brillante y sofisticado. Es caro y, además, excesivamente pomposo como para abusar de él, de modo que, en publicaciones que buscan cierto prestigio, es usual aplicar barniz UVI solo en las portadas.

Cuando las memorias anuales de las empresas se hacían en papel (ahora casi todas son ya únicamente digitales) las de las grandes empresas, las del Ibex, iban todas así, con barniz UVI en la página inicial.

Menos una, que lo llevaba en todas, absolutamente en todas sus páginas. El documento era un tocho difícilmente manejable -el barniz espesa mucho y aumenta el gramaje-, pero muy vistoso y sobre todo muy sonoro, porque, especialmente en su primera revisión, el abanicado de sus páginas provocaba un rumor llamativo y sugerente.

El presidente de esta empresa lo quería así y, cuando sus colaboradores convocaban el concurso anual correspondiente para la realización de la memoria -siempre lo ganaba la misma agencia, pero el paripé era obligado-, en el briefing figuraba expresamente «barniz UVI en todas las páginas». Era absurdo explicar que aquello encarecía una barbaridad el producto y lo hacía indigerible. «Es que el presidente lo quiere así porque le gusta oír a los consejeros pasar las paginas el día que les entrega la Memoria».

Este hombre de gustos tan refinados acaba de dar un puñetazo encima de la mesa y tirar las fichas de la partida que desde hace años venían jugando unos cuantos -él mismo entre ellos- a cuenta de uno de los grandes negocios de la edad moderna: el fútbol.

No me pidan que me detenga en los pormenores de esta actividad. En una sociedad como la nuestra, incluso el más ajeno al fútbol sabe algo de él. Sabe, por ejemplo, que mueve miles de millones de euros, que afecta a los sentimientos de mucha gente y que ha creado un enorme tinglado en el que se han amalgamado muy extraños intereses, honestos y menos honestos, de tipo emocional, financiero, mediático y político.

Hace años que el fútbol dejó de ser un deporte para convertirse en un espectáculo de masas en torno al cual se mueven ingentes cantidades de dinero. O, si lo prefieren, sigue siendo un deporte en los niveles más modestos y un tinglado de egos y poder en los más altos.

El fútbol ha llegado a ser más importante que la mayoría de cosas importantes

Actividad privada donde las haya (ya me dirán ustedes qué interés público puede tener darle patadas a un balón hasta que entra entre tres palos), los Estados metieron hace mucho sus manazas en el asunto para mangonear los sentimientos de los aficionados. Actividad improductiva por esencia (ya me dirán ustedes qué producto puede generar, etcétera), el mundo financiero se ha volcado en sacarle réditos a la cosa. Actividad lúdica y honesta por definición (ya me dirán ustedes, etcétera) ha congregado en torno suyo un extraño conglomerado de sinvergüenzas, vividores, supervivientes de toda ralea e incluso algún tipo honrado que pasaba por allí. Alguien -uno de los pocos cultivados que se ha movido con éxito en ese mundillo de trúhanes- dijo en su día que el fútbol era lo más importante de las cosas menos importantes. Ahora ya no: ahora es más importante que la mayoría de las cosas importantes porque conjuga más intereses que la mayoría de las cosas importantes.

Y ahora, ya saben, llega el señor del barniz UVI, que tiene un club de fútbol con el que entretiene sus murrias, y se pone de acuerdo con otros cuantos ricachones y dice que ellos van a hacer con sus empresas lo que quieran. Que para eso son suyas. Y va el personal, la mayor parte del personal, y en particular los Estados y todo los que les cuelga -uefas, fifas y otras filfas-, y se enfadan. Ya que hablamos de fútbol: es como cuando un grupo de niños juega a la pelota en el parque, y de pronto uno dice que la pelota es suya y que se la lleva porque se va a casa a merendar. Pues todos se enfadan. Normal.

La verdad es que yo, por una vez y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con el presidente del barniz UVI. Él tiene un balón y echa a pies con otro de los grandullones y decide quién juega y quién no. Los demás, que se organicen.

Yo estoy de acuerdo con él. Siempre y cuando, claro, devuelva las ayudas que el Estado y sus fifas le han dado y le llevan dando desde tiempos inmemoriales. Siempre que devuelva los favores que le han hecho para que construya sus megalómanos proyectos en las mejores zonas de la ciudad y siempre que dejen de reírle las gracias en cuantas actividades empresariales y pseudodeportivas se le ocurran.

Yo soy un firme defensor de la iniciativa privada, siempre y cuando, naturalmente, sea privada de verdad.

No sé si he conseguido explicarme, porque, a mí, escribir pegado a la actualidad me pone muy nervioso. Como cuando calculaba el coste de un documento barnizado en UVI en todas sus páginas y me salían unas cifras disparatadas y absurdas.

Actualización.– Con el artículo ya en prensas -estaban los linotipistas dándolo todo, si hubiera linotipistas- al presidente del barniz UVI se le han venido encima todos los poderes fácticos y perifácticos y le han dicho que ni hablar, que el fútbol es una cosa muy seria y que no se puede tratar como un negocio.

Y se lo han venido a decir hinchas de clubes que son propiedad de emires árabes y de empresarios instalados de siempre en la raya misma de la ilegalidad; se lo han venido a decir gobiernos que se valen del fútbol para todo tipo de artimañas mediáticas; se lo han venido a decir exjugadores que hicieron de la fullería en sus contratos multimillonarios todo un modo de vida y jugadores en activo que inventan copas davis privadas sin que se les mueva una ceja…. Y por supuesto se le han levantado en armas esas entidades generosas y sin ánimo de lucro (espero que se capte la ironía), tipos uefas y fifas, que de pronto han visto peligrar su armónico modus vivendi.

Esto del fútbol reventará, por supuesto, pero en lo que revienta o no, no les agüe la fiesta a los que viven de ella, don Florentino.

Publicado en La Política Online el 20/04/2021

La hora de la salud mental (al parecer)

He empezado a ver por todas partes psiquiatras que me incitan a consumir cantidades ingentes de risperidona y mirtazapina.


Hace algunas semanas, un joven diputado con mucho futuro -lo digo como conjetura, porque de presente va un poco justo- se subió a la tribuna del Congreso en uno de esos plenos vacíos en los que unos a otros se insultan con desparpajo, y conminó al presidente del gobierno a que se preocupara por la salud mental de los ciudadanos. La pregunta tuvo mucho impacto, por lo inusual, y el propio Pedro Sánchez le felicitó («son estas preguntas las que dignifican esta cámara») como si, por ejemplo, preguntar por el modo en que piensa abordar la deuda pública o el modo en que va a ayudar a los autónomos arruinados revelaran una actitud indigna.

El caso es que todo el mundo -entendiendo por todo el mundo los medios que regulan el pensamiento mainstream- aplaudió la iniciativa del diputado-con-futuro. Hay consenso en que la salud mental va cada vez a peor y en que la pandemia ha incrementado hasta niveles nunca vistos dolencias psicológicas del tipo de depresión o ansiedad.

Es la hora de los psiquiatras, al parecer. Y como a mí las unanimidades me ponen un poco nervioso (atención, psiquiatras: paciente potencial) me puse a ronronear hasta que recuperé una historia que había leído hace muchos años.

Experimento, fase uno

En 1972, un psicólogo norteamericano, David Rosenhan pidió a ocho amigos que le ayudaran a realizar con él un experimento. Les dio unas cuantas instrucciones básicas y envió a cada uno a un hospital psiquiátrico de lugares y tipologías distintos. Lo que cada uno de aquellos amigos -profesionales de cierto nivel todos ellos- tenía que hacer era sencillo: presentarse en la recepción y decir: «Oigo una voz que me dice ‘zas’ (thud en el original, es decir, la expresión onomatopéyica tan típica de los cómics)». Las instrucciones indicaban que al resto de las preguntas que se les hicieran había que contestar con sinceridad, aunque sin revelar la identidad. Si los admitían en el psiquiátrico, debían declarar inmediatamente que se encontraban bien y que habían dejado de oír la voz. En cuanto a la medicación que previsiblemente les administrarían, les enseñó a esconder las pastillas debajo de la lengua.

Omito detalles para no alargarme demasiado: todos los participantes en el experimento -incluido el propio Rosenhan- fueron hospitalizados, todos recibieron terapia y a todos se les diagnosticó ‘esquizofrenia paranoide’ o alguna etiqueta por el estilo. Si preguntaban «cuándo voy a salir», la respuesta era «cuando esté bien». Y un buen día, sin que sucediera nada ni hubiera ningún cambio, les daban el alta. La estancia media en el hospital había sido de diecinueve días: la más larga, cincuenta y dos; la más breve, siete. Les daba el alta por remisión de síntomas; en ningún caso se diagnosticó la cordura de estos falsos pacientes. El alta era un paréntesis pasajero en una enfermedad que nunca remitiría.

Experimento, fase dos

El experimento de Rosenhan fue duramente criticado por buena parte de sus colegas y se organizó un debate agrio. Tanto, que el psicólogo decidió darle una vuelta de tuerca y hacer un nuevo experimento, esta vez a la inversa. Acordó con un hospital psiquiátrico concreto, en el que sus profesionales habían sido especialmente duros con él, que a lo largo de tres meses le enviaría un número indeterminado de pacientes falsos, y serían esos profesionales quienes tendrían que detectarlos. No se trataba por tanto de decidir quién tenía problemas de salud mental sino quién estaba perfectamente cuerdo.

Al cumplirse el tercer mes, el personal del hospital informó a Rosenhan que se habían detectado, «con un alto grado de fiabilidad», cuarenta y un pacientes falsos.

Rosenhan no había enviado ninguno.

Experimento, fase tres

Pasaron más de veinte años. La psiquiatría había avanzado mucho. Algo había tenido que ver la antipsiquiatría de Cooper y Laing, pero es posible que también el avance de la «sociedad medicalizada» que denunció Ivan Illich, que permite sustituir la reclusión por pastillas para obtener el mismo control sobre el paciente. El caso es que un buen día de finales de siglo, la psicóloga Lauren Slater, haciéndose pasar por una amiga suya, se está cinco días sin ducharse, se viste desharrapadamente y se va a las urgencias psiquiátricas de un hospital cualquiera.

Repite paso a paso lo que Rosenhan y sus amigos hicieron veinte años antes. «Oigo una voz que dice zas», le revela al médico que la atiende. El doctor le pregunta por su vida, por su infancia, por su situación. La paciente contesta a todo con sinceridad, es decir, le narra una vida perfectamente normal y monótona. El médico concluye que le va a recetar un antipsicótico. «Entonces -pregunta ella-, ¿cree que soy psicótica?». «Creo que tiene un toque de psicosis y que además está bastante deprimida», le contesta mientras le rellena el formulario.

La psicóloga repitió el experimento varias veces durante los días siguientes. Acudió a las urgencias de varias hospitales y repitió la misma historia. En casi todos los casos le diagnosticaron depresión con características psicóticas. En ningún caso la ingresan y las visitas no duran más de diez minutos, pero en total le recetan veinticinco antipsicóticos y sesenta antidepresivos.

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Nuestro joven diputado-con-futuro está muy preocupado por nuestra salud mental y nuestro presidente comparte con él la preocupación. Ha prometido priorizar la estrategia de salud mental del sistema nacional de salud y, aunque -en el mejor estilo sanchista- no ha precisado nada sobre qué significa todo eso, yo he empezado a acordarme de Thomas Szasz, y a ver psiquiatras por todos los rincones, psiquiatras que me miran con una mezcla de displicencia y conmiseración y me incitan a consumir cantidades ingentes de risperidona y mirtazapina.

Naturalmente, con receta.

Publicado en La Política Online el 18/04/2021

Cinco cartas radioactivas

Por una vez me voy a ajustar a la actualidad más rabiosa. El día 12 de abril, ayer mismo como quien dice, la Comisión de Transición Ecológica y Reto Demográfico del Congreso de los Diputados recibió al presidente del Consejo de Seguridad Nuclear, que compareció, excepcionalmente, para un asunto monográfico: quejarse de haber recibido en un plazo de tres años la desbordada cantidad de cinco cartas en las que los remitentes se quejaban por el retraso del informe que este organismo tiene que emitir en torno a la explotación minera de uranio que la empresa Berkeley dice que quiere llevar a cabo en la provincia de Salamanca.

Como si de España misma se tratara, los portavoces de los grupos presentes en la Comisión se dividieron en dos bloques. Los de la izquierda pusieron el grito en el cosmos por la presión intolerable a la que se sometía al organismo y por el daño ecológico brutal que supone para la comarca la extracción del uranio de la mina de Retortillo. Los de la derecha pusieron el grito en Las Batuecas para lamentar la pérdida de riqueza para España y de empleo para la comarca por el intolerable maltrato al que se estaba sometiendo a esta honestísima empresa que lo único que quiere es hacer el bien y que todos nos beneficiemos de ello.

En el asunto de las cinco cartas que motivaban la comparecencia también los bloques se retrataron: la izquierda -Izquierda Plural, Unidas Podemos y PSOE- habló de sospechosas maniobras, y de sus bocas salieron las palabras malditas: lobbies, grupos de presión, y tal y tal. La derecha mostró su extrañeza ante el hecho de que se considere presión, por ejemplo, una carta de la comunidad autónoma en cuyo territorio está la mina y dos más de la empresa preguntando aquello de cómo-va-lo-mío. Y hablando de presiones, decían tanto Vox como PP (Ciudadanos no estaba ni en un bloque ni en otro: simplemente no estaba), habría que preguntar acerca de las ejercidas por los colectivos ecologistas y las oenegés que llevan años oponiéndose al proyecto. El compareciente, a todo esto, jugaba a neutral -«órgano independiente» y estas cosas que se dicen- aunque enseñaba la patita cuando, por ejemplo, se permitía tutear al diputado de Unidas Podemos -el activista medioambiental López de Uralde- porque lo de «su señoría» se le atascaba.

Sensatas, lo que se dice sensatas, se dijeron pocas cosas. Una de las pocas la dijo la diputada Inés Sabanés -Izquierda Plural, es su grupo- cuando señaló que todo este lío de las cinco cartas se habría resuelto si estuviera bien regulado el asunto de los lobbies, sobre la base de criterios de transparencia y juego limpio. Muy sensato el comentario, coincidente de lleno con lo que los lobistas de bien (APRI y tantos otros) llevamos reclamando desde hace diez años. Considerando que la señora Sabanés pertenece a la mayoría gubernamental, le sugiero que ella misma se autopresione para sacar adelante la ley que prometieron y en la que, se dice, están trabajando.

El truco de la mina que no existe

Los parlamentarios, tanto los de un bando como los de otro, con este rifirrafe de las cinco cartas, le hicieron el juego a Berkeley al eludir la pregunta clave: Por qué esta empresa minera australiana se instaló en España hace más de diez años y lleva desde entonces proclamando a los cinco vientos que quiere reabrir la mina de uranio de Retortillo en Salamanca pese a los infinitos obstáculos que, al parecer, unos y otros le van poniendo en el camino.

Verán. La historia es muy larga y no quiero aburrirles con ella. Así que les daré una repuesta telegráfica y luego, si me queda sitio, me explayo un poco en la explicación, de manera que el que quiera pueda dejar el artículo a medias conociendo ya el final.

Repito, pues, la pregunta: ¿Por qué Berkeley no consigue explotar el uranio de Salamanca? La respuesta: Porque no hay uranio. O para ser exactos, porque el uranio que hay, por volumen y por localización, no puede ser extraído.

Siguiente pregunta: Si no hay uranio, ¿por qué Berkeley sigue empeñada en el proyecto, en el que se ha gastado, dicen, casi cien millones, y está dando empleo a sesenta personas? La respuesta: porque Berkeley no vive del uranio, sino de la especulación bursátil.

(Quien tenga prisa, puede dejar de leer aquí: el resto del artículo es un desarrollo, en todo caso muy sintético, de lo anterior).

A veces, los socialistas prefieren lo privado a lo público

El uranio en Salamanca se empezó a explotar a comienzos del siglo veinte, y en los últimos decenios corrió a cargo, como parece lógico, del Estado, a través de la Empresa Nacional del Uranio (Enusa). Los directivos y profesionales de Enusa -gente muy seria, créanme- llegaron en los primeros años de este siglo a la conclusión de que aquello no daba más de sí y acopiaron recursos y procedimientos para acometer la titánica tarea de restaurar la zona, de limpiar las aguas, de reverdecer el entorno que había sido deteriorado tras un siglo de explotación minera radioactiva. Pero cuando Enusa estaba en estas, llegó una empresa australiana a la que nadie conocía, Berkeley -primero con socios franceses que le aportaban pedigrí, después con socios coreanos que soltaban la tela: los socios se le iban con la misma velocidad con que llegaban- y convenció al Ministerio de Industria y Energía de que Enusa estaba equivocada, de que en Retortillo aún había uranio y de que, si se lo permitieran, ellos iban a crear riqueza y empleo en la comarca como no se había vito desde los tiempos de Roma.

Hay que dar nombres, perdónenme si parezco faltón: el ministro que quitó la competencia a la empresa pública para dársela a Berkeley se llamaba, y se llama, Miguel Sebastián, a la sazón titular de la cartera en el segundo gobierno de Rodríguez Zapatero. Por allí andaba también el que había sido ministro de Trabajo del primer gobierno del leonés y al que Zapatero había enviado al rincón de pensar en la Fundación Ideas. Me refiero a Jesús Caldera, a la sazón y por mucho tiempo diputado socialista por la circunscripción de Salamanca, y muy interesado por tanto en el progreso de su provincia.

Sebastián y Caldera, pues. Cuando escuché, en la sesión parlamentaria que nos ocupa, al portavoz socialista Germán Renau atacar a Berkeley y defender las soluciones ecologistas para la comarca, me alegré porque me parece muy sano el ejercicio intelectual de cambiar de opinión: quizá, tal vez, un toque expreso de autocrítica a veces no vendría mal. Y al señor Renau se le olvidó.

La estrategia de la dilación

Berkeley recibió desde el primer momento el apoyo de todas las instituciones: de los ayuntamientos de la zona, de la Junta de Castilla y León, de la Administración central. Lástima que sus técnicos necesitaban tiempo para entender aquel proyecto engorroso y confuso. Solo hablaron en contra -Enusa, amordazada por su propio gobierno, no lo pudo hacer- las organizaciones ecologistas. Pero incluso estas erraban el tiro porque, con su oposición al proyecto, lo impulsaban. Si Berkeley hubiera recibido de inmediato todos los permisos para reabrir la mina y explotarla se le hubieran visto las vergüenzas: es justo lo que no quería. Por eso, como en la sesión parlamentaria reflejó perfectamente el presidente de CSN, la documentación que la minera exhibe es siempre «deficiente e incompleta». No por incompetencia -cuenta con cuantos expertos necesite a golpe de talón- sino por táctica.

Berkeley lleva más de diez años haciendo una prodigiosa estrategia de comunicación financiera: periódicamente anuncia grandes avances en su proyecto -un papel recibido de una oscura oficina administrativa, una prospección que apunta, dicen, en la dirección correcta, el fichaje de un sonado directivo- y con ello consigue que el valor de la acción se dispare en las tres bolsas en las que cotiza -Australia, Londres y Madrid-. De vez en cuando -acaba de hacerlo hace unos días- amenaza con acciones legales para obtener sustanciosas indemnizaciones por los supuestos perjuicios de los retrasos acumulados, y siguen, entretanto, presentando los papeles tarde y mal para que la rueda no se pare.

A los amigos de Berkeley ya se les va viendo las costuras. En la sesión parlamentaria, el diputado López de Uralde -de lejos, el más enterado de esta historia y el que había convocado la sesión- ya esbozó su sospecha de la estrategia especulativa de la minera australiana. Pero si esto es así, ¿por qué siguen todos- López de Uralde incluido- haciéndole el juego a la empresa? Déjense, queridos ecologistas, de insistir en el daño ambiental que Berkeley va a hacer en la comarca. Berkeley no va a sacar de Retortillo ni un gramo de uranio, no solo porque no lo hay, sino porque no es a eso a lo que juega.

Cinco cartas radioactivas (lapoliticaonline.es)

Antigüedades antiguas

Hay una historia muy olvidada, sobre la que todo el mundo -y sobre todo la parte más socialista madrileña de todo el mundo del mundo – ha hecho lo posible por echar grandes paletadas de olvido: la historia moderna del Mercado Puerta de Toledo .

Este antiguo enclave había sido durante muchos años el mercado central de pescados de Madrid (el principal puerto de España, se decía de él) hasta que la ampliación de la ciudad obligó a sacarlo fuera, a Legazpi, y luego, muchos años después, a Mercamadrid.

Aquellas instalaciones del antiguo e inhóspito mercado central quedaron, abandonadas y cochambrosas, en un suelo que, por razones que no son ahora del caso, estaba protegido del uso privado y residencial.

Llegan los años ochenta del pasado siglo. En España en general, y en Madrid en particular, los socialistas lo eran todo. Tomen nota, por ejemplo, de un año al azar de aquella década. 1986, por ejemplo. En enero muere en olor de santidad política el alcalde en ejercicio Enrique Tierno Galván y le sucede Juan Barranco, su número dos, con la seguridad y la confianza con que las ahora se transmiten las vicepresidencias de unos a otras, sin sospechar siquiera que muy poco después será arrojado de la alcaldía a la que el PSOE no ha sido capaz de regresar aún. Ese mismo año, en junio, Felipe González obtiene una arrolladora victoria en las urnas y comienza su segunda gloriosa legislatura como presidente del Gobierno. Y ese mismo año, Joaquín Leguina cumple su tercer aniversario al frente de la naciente Comunidad de Madrid con una mayoría más que sobrada para establecer las pautas de la nueva estructura administrativa y para fijar una políticas expansivas que bien podrían haberse recogido bajo el eslogan Que no falte de ná.

Eran tiempos estupendos. Aún no había estallado ninguna de las crisis que ha conocido nuestro actual periodo democrático, empezaba a llegar el dinero europeo, los socialistas habían demostrado al mundo que eran limpios y educados y que, en consecuencia, se podía invertir con ellos, y comprar y vender y divertirse. No por casualidad el ministro Carlos Solchaga declaró que «España es el país del mundo donde más rápido puede uno hacerse rico».

El Madrid de la beautiful people

Madrid no era ya el poblachón manchego de Azorín, pero le faltaba caché para dar cabida al mundo de la beautiful people que el mismo Solchaga representaba y que estaba haciéndose con el poder político y económico en España. Había que hacer cosas para dotar de empaque a la capital del Reino y una de ellas (abrevio, que si no no acabo) era construir un eje arquitectónico cultural desde San Francisco el Grande hasta el Paseo del Prado, pasando por la Puerta de Toledo y la glorieta de Atocha. (Mis lectores no madrileños, que son muchos, pueden echar un ojo a través de Google Earth para hacerse una idea). Ahí entra el Mercado, el viejo mercado de pescados, ruinoso y desatendido.

“Que se rehaga”, dicen que dijo alguno de los mandamases. “¿Y qué hacemos allí?”, preguntaron los que tenían que atender la orden. Alguien tuvo la idea: “Antigüedades. llenémoslo de anticuarios y vendamos antigüedades”. “Pero allí está el Rastro. Justo allí mismo”. “Pues por eso: vendamos antigüedades a quienes no se atreven a entrar en el Rastro”.

A ver: en el Rastro entra cualquiera, entonces como ahora, y en aquellos años, justamente, los que más entraban eran los influencers de la época, la Alaska que empezaba a ser Alaska o el García-Alix que arrancaba con sus primeras fotos. El Rastro de Madrid era la vida misma y no cerraba la puerta a nadie. Pero precisamente por eso había gente, la top más top de la sociedad madrileña, que llevaba fatal presentarse en su Mercedes con chófer uniformado a rebuscar antigüedades de las que allí abundaban. Para ese público top se construyó el Mercado Puerta Toledo. Un edificio bello, funcional, amplísimo (de hecho la tercera parte nunca se llegó a ocupar) que además de llenarse de anticuarios, contó también con espacios muy modernos de moda, restauración y de ocio.

Para que se hagan ustedes una idea de lo que iba la fiesta: un anticuario podía comprar por la mañana un mueble a uno de sus colegas del Rastro por doscientas mil pesetas y venderlo por dos millones en su tienda del Mercado pocas horas después. Eso por el día: por la tarde, desfiles a gogó de Moda España y por ahí, y por la noche, alguno de las astros progres más cotizados de la pequeña pantalla llenaba su local de niñas y niños monos al grito tan de entonces de Pongamos que hablo de Madrid.

Me lo decía el otro día un anticuario que tuvo asiento en esos lares: “Aquello fue una máquina de hacer dinero. Durante dos o tres años nos forramos”. ¿Y luego? “Todo se fue al carajo, no es fácil saber por qué”.

Bueno, sí es fácil saberlo, pero nadie ha querido ahondar en ello. El Mercado se inauguró en 1988. En el 89 los socialistas ya habían perdido el Ayuntamiento y, ese mismo año, Leguina salvó una moción de censura gracias al voto de un tránsfuga, que dejó a Alberto Ruiz Gallardón a las puertas de la presidencia y con muchas ganas de devolver la puñalada. En el 93 Felipe quedó muy tocado para su último mandato y el PP se preparaba para iniciar el periodo hegemónico de José María Aznar.

Amiguismo, despilfarro… y más

El Mercado Puerta de Toledo no estaba mal gestionado: es que no estaba gestionado de ningún modo. Era todo un caos en el que dejadez, amiguismo, despilfarro y prácticas dudosas se entremezclaban sin ningún criterio. Las cuentas no salían y solo unos pocos resultaban beneficiados de aquel desorden. El deterioro empezó a producirse de manera progresiva e inexorable. Muchos anticuarios se dieron cuenta pronto y fueron abandonando unos locales por los que pagaban precios astronómicos.  Otros se habían endeudado con los bancos a intereses que hoy nos parecen de usura y se obstinaron en afrontar la decadencia hasta devenir, algunos, en la ruina. Se cerraron las discotecas, con la colaboración, en algún caso, de las fuerzas de orden público, y el bello edificio, de amplios espacios y pasillos inabarcables, se fue quedando para alguna tienda residual y sucesivas propuestas de espacios administrativos que allí encajaban como monja vestida de torero.

El disparate de la gestión alcanzó el esperpento cuando ya en 1992 los responsables del centro se plantearon la privatización del Mercado para quitarse el marrón de encima. Alguien debió ponerse serio: aquello era, además de ilegal, imposible.

Finalmente, llegaron al poder los populares. Escalonadamente, claro: primero el Ayuntamiento, después la Comunidad y finalmente el Gobierno de la nación. Y el Mercado Puerta Toledo, hecho ya una perfecta piltrafa, pero proveedor aún de algunas suculentas sinecuras perfectamente absurdas vio pasar por sus pasillos a personajes singulares del PP madrileño, alguno de los cuales ha cambiado el despacho hipermoderno por las instalaciones algo más austeras de Soto del Real.

El bipartidismo en estado puro.

Y a partir de ahí, el Mercado continuó una agonía incesante que duró hasta que en 2015 se cedió a la Universidad Carlos III para albergar un campus urbano.

Preguntas que quedan en el aire hasta que alguien investigue esta historia: ¿cuánto dinero se dilapidó en este disparate?, ¿cuánta gente se forró en esta operación?, ¿cuántos comerciantes se arruinaron por creer en las promesas del gobierno regional?, ¿cuántos intermediarios tramposos disfrazados de lobistas vendieron favores y repartieron dádivas?

Los años ochenta fueron muy interesantes y se habla de ellos con cierta veneración. Pero algunas cosas que sucedían entonces no hubieran tenido hoy un pase.

Publicado en La Política Online el 7 de abril de 2021

Unplugged

Fue allá por el año 92 del pasado siglo cuando el común de los mortales empezamos a oír y a decir unplugged con la naturalidad con la que se introducen entre nosotros los anglicismos que vienen a transmitir alguna realidad sobrevenida.

Aunque ya venía de muy atrás, el boom del unplugged se produjo con el lanzamiento del disco del mismo título de Eric Clapton, el más vendido y exitoso de su larga carrera, editado un año después de que Paul McCartney se lanzara también por los terrenos procelosos de la desconexión.

Porque unplugged (literalmente, desenchufado) es eso, desconexión, y, en el mundo del rock, hace referencia a la música que se interpreta sin electricidad, con instrumentos exclusivamente acústicos, sean estos la guitarra, el piano u otros de cuerda o percusión.

El unplugged irrumpió en el rock con el efecto desconcertante que tienen los oxímoron. Sin ser exactamente música callada, escuchar a un rockero desempeñarse en clave acústica resulta tan desconcertante y seductor como contemplar un jardín zen sin una brizna de hierba. El rock nació asociado a lo urbano, y por tanto al ruido, y por tanto a la electrificación. El Nobel Dylan lo entendió muy bien cuando, bien jovencito, provocó el escándalo al abandonar las filas entre rústicas y hippies del country para pasarse al rock cañero y eléctrico. La controversia provocada por su comportamiento rompedor en el Festival de Newport de 1965 era un paso inevitable hacia la modernidad. Por el contrario, la desconexión de Clapton, McCartney , Springsteen y tantos otros no fue una vuelta atrás sino una llamada a la reflexión y al sosiego, sin por ello renunciar a nada.


“Desconectar de lo digital puede ser un modo de dar un salto adelante”


Me estoy cruzando de un tiempo a esta parte con algunos jóvenes que me tienen desconcertado. Ya no son niños, desde luego: con los treinta cumplidos -técnicamente, son milénial-, profesionales de diversas vertientes (de ciencias y de letras, por decirlo en lenguaje antiguo), perfectamente ajenos al descerebramiento de los populismos al día, son, por supuesto, nativos digitales, porque ya nacieron y se formaron en los primeros balbuceos de internet y sus infinitas prestaciones. Los móviles y sus aplicaciones no tienen para ellos secretos y tanto su ocio como su negocio mal podrían entenderse al margen de lo digital.


Pues bien, como digo, me estoy encontrando a algunos de estos jóvenes que están optando por un cierto unplugging, por introducir en sus vidas momentos de desconexión voluntaria tras haber estado concienzudamente conectados durante años al mundo digital y sin haber renunciado a él. Sus acciones son muy simples: salir sin el móvil a pasear por la ciudad o a realizar compras; desconectar de internet algunos de sus artefactos electrónicos, como el ebook, para utilizarlos como simples soportes locales, recuperar actividades tan analógicas como la conversación sosegada, los juegos de mesa tradicionales o los paseos al aire libre sin estar pendientes de llamadas, wasaps o tuits de ningún tipo.


Al ver actuar hace unos días a uno de estos jóvenes, y al comentarme él esta decisión consciente de distanciamiento digital, se me ocurrió la expresión: “¡Vais a ser la Generación Unplugged!”. Le gustó la expresión porque él también es un fan de Clapton y porque sabe que, en música, como en la vida, desenchufarse no es dar un paso atrás sino coger impulso para saltar hacia adelante. Ahora bien, una vez tomado el impulso, hay que ser capaz de dar el salto. Veremos si ellos son capaces, y hacia dónde

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Una España desenchufada

Un tipo peculiar de desconexión me sucedió también con la lectura de un libro espléndido que acabo de leerme. “Eastwood. Made in Spain”, del periodista Francisco Reyero, llegó a mis manos por casualidad hace dos o tres años. Creo recordar que lo compré en Almería, en una semana de senderismo, perdidos por los rincones de la provincia que fue en su día centro mundial del spaghetti western y que aún conserva restos y aroma de aquellos tiempos extraños. Mi suegro, al que no conocí, pero del que he visto muchos retazos, fue uno de aquellos personajes desbordantes y algo locos que encontraron en el mundo del cine un modo imprevisto de ganarse un buen dinero al tiempo que vivían una vida impensable de risas y aventuras en la normalidad mugrienta de la España de los 40 años de paz.


Las 217 páginas de la monografía están volcadas en narrar las andanzas de Clint Eastwood en nuestro país, cuando, apenas treintañero y actor de segundo nivel, instalado en el entonces mediocre mundo de las serie televisivas, se ve en España rodando un western absurdo, barato y fuera de toda lógica comercial a las órdenes de Sergio Leone, un director italiano desconocido e incontrolable. El proceso de creación y rodaje de Por un puñado de dólares, su éxito imprevisto y, como consecuencia de él, su dos secuelas posteriores (La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo) es el material narrativo y periodístico del que se vale Paco Reyero para reconstruir a su personaje y sentar las claves del origen del éxito del que luego ha sido -y a sus casi noventa años sigue siendo- una de las figuras claves del cine.

Pero, más allá de eso, Reyero hace en este libro algo más que hablar de Clint Eastwood y de la banda de cineastas desharrapados -italianos y españoles- que marcaron una ápoca del séptimo arte. En estas doscientas páginas está además recogida, con una precisión y un buen hacer admirables, un pedazo insobornable de la España de los sesenta del pasado siglo.

Aquella sí que era una España unplugged. Una España desenchufada del mundo, de la modernidad, de las libertades. Una España más que pobre, miserable, gobernada por perfectos mentecatos que entendían el cine como un arma de propaganda, sin llegar a entender que en realidad era mejor que no propagaran nada.
Les interese mucho o poco el mundo del spaghetti western, asómense a este librito. Pasarán un buen rato y se empaparán de un país que, por fortuna, ya no existe.
¿O, de algún modo, sí?

Publicado en La Política Online el 03/04/21

El Señor Lobo se está quedando sin trabajo



Un amigo mío, consultor de comunicación y lobista, fue requerido hace años por un constructor para que ayudara a un político embarrado a salir limpio del lodazal. «Tómate al menos un café con él y luego decides», le ofreció el constructor a mi dubitativo amigo. Mi amigo se tomó el café, comprobó la pasta de la que estaba hecho el personaje y dijo que no. Cuando volvió a su oficina, recibió una llamada del constructor: «Pásame la factura por tus servicios», le dijo. «Por tomar café yo no facturo todavía», le contestó, y ahí terminó mi amigo su carrera como Señor Lobo, antes de empezarla.

El Señor Lobo -ya lo saben ustedes, pero lo recuerdo por razones de procedimiento narrativo- es aquel personaje de Pulp Fiction que funcionaba con un eslogan imbatible («Soluciono problemas») y que era capaz de desplazarse en diez minutos a un sitio que estuviera a media hora de distancia.

Tipos con el aspecto y los métodos del Señor Lobo no debe haber muchos en el mundo del lobby, pero sí hay, ha habido y seguramente habrá lobistas tramposos, como los hay entre los fontaneros y los taxistas, y hay clientes que los buscan y los demandan, del modo que se demandan fontaneros y taxistas que te cobran sin iva o que te trampean la factura que le pasas a la empresa.

El lobista que buscaba el constructor que llamó a mi amigo pertenecía seguramente a esta especie de mercenarios chapuceros, y no debió encontrarlo, o no lo suficientemente cualificado, porque el político de la anécdota terminó poco después en el trullo.

Buena parte de la mala fama del lobby viene derivada de la imagen que de él se ha transmitido a través del cine y la televisión. Los guionistas, contra lo que suele creerse, tienen poca imaginación, y las historias que cuentan se las han encontrado en la vida real. La mayor parte de los lobistas de la vida real no pasan de ser aburridísimos ciudadanos (y ciudadanas, claro) sin otra heroicidad que sus apuros para llegar a final de mes. Pero los guionistas prefieren quedarse con los malos, mucho más atractivos y emocionantes en sus aventuras y por eso son los malos los que devienen en personajes de ficción.

El mayor secreto del lobby

Lo dice con frecuencia una lobista de postín: «El mayor secreto del lobby es que no tiene ningún secreto», pero se refiere, naturalmente, al lobby profesional, serio y ético, que se dedica a poner en contacto a sus clientes con las instituciones y a ayudar a unos y a otros a canalizar el diálogo y el entendimiento.

Hay quien sostiene que lo otro, lo que hace el Señor Lobo, o lo que hacen los profesionales de las agendas ocultas y de las puertas giratorias no es lobby. Yo no lo tengo tan claro. ¿Es fontanería lo que hace el fontanero que cobra en negro?, ¿es taxista el que traslada a un cliente donde el cliente le pide y le da un recibo por el doble del importe? A mí me parece que sí, pero me parece también que el fontanero y el taxista que hacen trampas deben ser denunciados y sancionados por ello.

Lo importante en cualquier profesión es contar con reglas claras para saber a qué atenerse y el mayor problema es que el lobby, en España, no las ha tenido durante demasiado tiempo. La Unión Europea supo ponerlas en su ámbito desde el principio y eso ha ayudado a prestigiar la profesión y a engrasar el funcionamiento de las instituciones europeas, mientras que los países miembros siguen en general un poco perdidos, envueltos en el tradicional sopor de los Estados tradicionales. Anunció el ministro Iceta hace unos días que ahora sí que sí se ponían a ello, a regular el lobby y a marcar las reglas, tal como habían prometido que harían los actuales partidos del gobierno. Pero, por si acaso, -que por algo llevan diez años todos los partidos anunciándolo y posponiéndolo- los lobistas españoles, los que se agrupan con transparencia y honestidad bajo las siglas de APRI, decidieron hace unas semanas aprobar un Código de Conducta que obliga a sus asociados a autorregularse. Ya tenían uno, pero había envejecido y tenía lagunas. El nuevo, que deberá firmar cada socio de puño y letra bajo pena de exclusión, obliga a cosas tremendas: a ser veraz y trasparente, a ser neutral e incorruptible, a respetar las incompatibilidades y la confidencialidad. Obligaciones que algún día tendrán que estar contempladas en la regulación administrativa correspondiente, del mismo modo que los taxistas y los fontaneros tienen obligaciones determinadas por las normativas que afectan a sus gremios.

¿Que habrá incumplimientos del Código de Conducta? Probablemente. ¿Que habrá lobistas que no se integrarán en APRI y por tanto no se verán sujetos a ningún compromiso?. Por supuesto, y serán muy libres de hacerlo. ¿Que habrá periodistas que sigan titulando que «el lobby de tal sector presiona para obtener tales beneficios»? La prosa periodística es lo que tiene. Pero, entretanto, la profesión avanza poco a poco en una dirección antitarantiniana: dentro de poco, el Señor Lobo se habrá quedado sin trabajo.

Publicado en La Política Online 31/03/2021

De think tank del diecinueve a coworking del veintiuno

El autor apoya, sin mucha convicción, la candidatura Grupo 1820 para las próximas elecciones del Ateneo de Madrid

«El Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid tenía una cosa fría, catarral y polvorienta que echaba para atrás». Un poco por casualidad, removiendo entre algunos de los pocos libros de papel que me rondan por casa, encontré hace unos días La noche que llegué al Café Gijón, de Francisco Umbral, y al hilo de que acababa de ver el documental de Filmin sobre este escritor, me puse a ojearlo. La frase que entrecomillo al principio me saltó como una rana asustada porque casualmente tenía entre mis temas pendientes escribir unas líneas sobre el Ateneo de Madrid. La mítica institución, camino de convertirse en tan mítica como las Musas, a quien todo el mundo invoca y todo el mundo sabe que no existen, anda ahora un poco revuelta. Revuelta, porque están terminándose las obras de restauración de su sede, y revuelta porque el Ateneo es un espacio improbable en el que se entremezclan sopor, gresca y sabiduría sin que quede nunca claro cuál de los tres componentes prevalece.

Por si alguien no lo sabe, los Ateneos son los think-tank del siglo diecinueve, cuando poner nombres en inglés no tenía el predicamento de ahora y había que buscar uno para los espacios de reflexión e intercambio que la burguesía liberal se inventó donde acoger y dar forma a su nueva manera de ver el mundo. El de Madrid nació hace doscientos años y fue, hasta la guerra civil, un ámbito admirable de encuentro cultural. Durante sus primeros ciento y pocos años ningún intelectual español de cierto empaque -e incluso muchos sin empaque- se quedó al margen de cuanto se decía o se cocía en aquel templo del saber. (Esto de «templo del saber», como lo de «docta casa», lo escribo para que se note que soy un socio de postín, porque solo los socios de postín utilizamos locuciones tan cursis). Alabanzas se han hecho tantas sobre el Ateneo que no me quiero poner pesado: busquen donde quieran y se hartarán de ditirambos.

El Ateneo de ahora no ha sido capaz de ponerse al día

El franquismo hizo con el Ateneo lo que con toda España: arrasarlo y revestirlo de su grisura falangista. Para ser justos, la frase de Umbral se refiere a ese Ateneo, al del tardofranquismo, que es cuando el escritor vallisoletano llegó al Madrid en blanco y negro en el que, según él, solo el Café Gijón aportaba algo de luz. Pero el Ateneo de después, el de ahora, no ha sido capaz de ponerse al día. Ha recuperado, claro, la libertad -solo faltaría-, pero no ha sabido atender ni entender el paso del tiempo. Enredado en un reglamento decimonónico completamente desfasado, agitado por distintos grupos de socios con intereses contrapuestos e inescrutables (nunca ha sido tan cierto aquello de : «Señor, cuídame de mis amigos, que de mis enemigos ya me cuido yo» ), encorsetado por principios tan rancios que parecen finales, el Ateneo actual es, más que un think-tank, un coworking: un sitio con buenos espacios y con buena wifi en el que se realizan actividades culturales perfectamente minoritarias a las que no acuden ni las minorías.

Leí el otro día que un grupo selecto de intelectuales se ha planteado reconquistar en las elecciones de mayo la docta institución para convertirla en un lugar de vanguardia, como lo fue en su día. Confío en que, a diferencia de los partidos políticos que también en mayo competirán en Madrid, el Grupo 1820 acuda con un programa maduro y pensado, más allá de los topicazos inevitables (que si esgrima, que si caligrafía) vertidos en el artículo periodístico. Se habla en él de reformar el reglamento- verdadera piedra angular de todo el tinglado-: aunque dudo que lo consigan, casi con ese compromiso me vale.

Yo, que le dediqué algunas horas al Ateneo hasta que comprobé que cualquier esfuerzo era baldío, acudiré a votar para que luego nadie me haga ningún reproche, más allá del que doy por recibido con la simple publicación de este artículo, porque no sin razón, el insigne Presidente de la Docta Casa -por mayúsculas que no quede- nos remitió una carta a los socios el pasado 25 de febrero recriminándonos el uso de «medios de comunicación externos» para difundir «opiniones personales» sobre la gestión de la Junta de Gobierno. Y digo que la recriminación del Presidente estaba cargada de razón porque, como él mismo señala, «estas desafortunadas afirmaciones producen un daño considerable a la imagen externa del Ateneo, lo que nos perjudica a la hora de la incorporación de nuevos socios e incluso de posibles subvenciones» (las negritas son mías).

Cuánta razón tiene mi docto presidente: las dos últimas palabras contienen todas las claves.

Publicado en La Política Online el 26/03/2021